Buscar este blog

Traductor

03 octubre 2006

Cuentíssimos - El pequeño sátrapa





Se sentía satisfecho dentro de esa burbuja acolchada en la que resonaban las pisadas en el vacío poblado sólo de fantasmas. Se había acostumbrado al silencio que le rodeaba en el que sólo se oía el tictac del reloj que, inexorable, marcaba las horas, los minutos y los segundos, en una monótona sucesión de momentos que quedaban prendidos en el aire como mariposas clavadas por el alfiler de su mirada que se extendía a través de la ventana y que abarcaba el pequeño territorio en el que reinaba sin que nada osara romper la muralla protectora que lo salvaguardaba. Nadie le contradecía, ni osaba mostrar la más mínima resistencia a sus órdenes, a sus mandatos ni a sus exigencias. Sólo sus dos consejeros, maléficos en sus propósitos, le aconsejaban que extremaran el rigor, la exigencia de tributos a sus súbditos y la implacable persecución de sus enemigos. No había clemencia para ningún condenado por la ley inapelable de sus feroces designios. Estaba acostumbrado a ello, porque tampoco había oído las súplicas del viejo rey que le había pedido infinidad de veces que lo visitara en su destierro, pero de eso ya hacía muchos años.

Se volvió despacio con una sonrisa de triunfo porque sabía que su venganza había sido cumplida, aunque algunas veces no recordaba bien cuál había sido el ultraje que le habían hecho los que llamaban a las puertas de palacio sin obtener respuesta; pero eso daba igual porque eran sus rivales. Ellos querían conseguir los acuerdos necesarios y resolver los problemas planteados en el reparto de los territorios conquistados a los que sólo él, y sus descendientes directos tenían derecho. Habían sido muchos años de esfuerzos, de soportar intrigas, confabulaciones y ahora querían despojarlo de lo que era suyo. Ni siquiera escuchaba al único amigo leal que siempre había permanecido a su lado, a pesar de haber sido postergado por creerle también un traidor, o eso le habían hecho creer sus intrigantes consejeros. Muchas veces dudó si era a ellos a los que debía desterrar, pero no lo hizo porque sabía que eran menos peligrosos como amigos aparentes que como enemigos ciertos y tenían demasiadas alianzas con sus propios enemigos.

Se acercó a la ventana y apoyó la cabeza sobre el frío cristal mientras observaba un jilguero que saltaba de un lado a otro y recordó, de pronto, su infancia y el niño que un día fue. Notó una punzada de dolor en una zona profunda e íntima. Cerró los ojos, mientras sentía que una lágrima le resbalaba por las mejillas. Cuando los abrió, el pájaro había desaparecido y, al volverse hacia el interior, se dio cuenta, por primera vez, que el silencio que le rodeaba le anunciaba que, al fin, se había quedado completamente solo.


Ana Alejandre

© Copyright 2006. Todos los derechos reservados.