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29 mayo 2006

Cuentisimos - A cielo raso



El hombre pliega despacioso los cartones, como si el tiempo fuera algo que estuviera al margen de su vida, tan marginal en otras muchas cosas. Después de plegarlos los amontona hasta que tienen una altura determinada y entonces, sacando un trozo de cuerda de un lugar ininteligible en aquel marasmo que es su remedo de chaqueta, los va atando cocienzuda y cuidadosamente. Ese bulto de cartones apilados y otros dos más van a ser el botín del día, el que le proporcione algunas monedas con las que comprar el cartón de leche, otro de vino y la barra de pan en la que pondrá un relleno indescifrable hecho de los trozos de fiambre que va encontrando, después de un examen minucioso cada noche en los cubos de basura del gran supermercado que, desde lejos, le guiña con sus parpadeos rítmicos de neón.

No tiene prisa alguna, porque el tiempo, ese bien tan escaso para los bien instalados, es lo único que le sobra, de lo único que se siente dueño y por eso puedo malgastarlo sentándose en cualquier banco a fumar una de las muchas colillas que encuentra, casi sin haber sido consumidas, en las aceras o en lo ceniceros de los vestíbulos de las dos sucursales de banco más cercanas. Se alegra que hayan prohibido fumar en los trabajos y por eso ahora los clientes y los trabajadores tienen que apagar el cigarrillo antes de entrar o salir al exterior a echar alguna que otra caladita, y dejan los cigarrillos a medio fumar con las prisas de entrar a gestionar sus asuntos, los unos, y volver al puesto de trabajo los otros. Sólo tiene que acercarse, después de que cierren la sucursal, y entrar en el vestíbulo donde están los cajeros automáticos y los ceniceros de acero inoxidable repletos de aquel bien tan preciado, para hacer su recolecta de aquellas innumerables colillas que a él le saben a gloria.; pero tenía que estar atento para recogerlas siempre antes de que llegasen las mujeres de la limpieza y las tirasen todas como la basura de las papeleras.

Termina de hacer sus tres bultos del día y los sube encima del carrito, añoso y descolorido, que una buena señora le regalo un día lleno de ropa usada. Tiene que llevar los cartones a donde se lo compran y después le espera la pesquisa entre los cubos del supermercado. Sólo cuando se sienta delante de su bocadillo y con el cartón de vino a su alcance, le parece que el mundo empieza a tener el sentido que debiera y en esos momentos sólo echa de menos a la Antonia, aquella buena mujer que le daba de comer y otras cosas, pero eso eran viejas historias y no debía pensar en ellas porque el carrito pesa demasiado y toda su atención tiene que ponerla en que no se le caiga su preciada carga.

Su silueta se recorta en el contraluz de sol y sombra cuando inicia su camino arrastrando tras de sí su única pertenencia y mientras camina renqueando, sopesa cuáles de esos cartones será el más indicado para utilizarlos de cama esa noche y que sustituyan a los de la noche pasada, cuando la lluvia intempestiva, propia de cualquier día de esta primavera, los mojó hasta empaparlos a los que le servían de lecho los días pasados. Decidió que los de la caja grande, la mayor de las que llevaba plegadas, eran los mejores de todos porque son de ese cartón acanalado, el más esponjoso y el que mejor aisla de la humedad y el frío. No importa que fueran los que le pagan mejor, porque un lujo es un lujo, y su comodidad valía más que esas monedas que le daban. Sí, decidido, se quedaría con los cartones acanalados y al dinero que perdiera por ello que le dieran morcilla. Ahora sólo tenía que dejarlos en su escondite, debajo de aquel puente medio derruido, y después llevaría el resto hasta donde se lo compraban, porque Pascual, el ropavejero y chamarilero que le compraba los cartones, empezaría a quejarse diciéndole que los que preferían eran los acanalado, los buenos, y esos ya tenían el destino mejor de servirle de cama porque él dormía a cielo raso y en esas nocturnidades lo menos que podía pedir era, si no un techo sobre su cabeza, sí un buen lecho de cartones que le aislaran de la humedad del suelo y de las ratas que siempre merodeaban a su .alrededor dándole miedo verlas tan cerca, aunque también tenía que reconocer que le daban un poco de compañía.

Cuando se alejaba con su carga bamboleante, su risita entrecortada y entre dientes fue lo único que quedó en el aire como el reguero burlón al paso de aquella silueta encorvada que se alejaba en busca de la satisfacción que se perfilaba en el horizonte dentro de un cartón de vino y un bocadillo inverosímil con contenido tan indescifrable como era la propia vida; pero, al menos, aquel sabía bien y alimentaba y ésta era como un laberinto en el que, una vez adentrado en ella, ya era difícil encontrar la salida. Por eso, era siempre preferible comer, beber y fumar y no pensar en otra cosa que no alimentaban y daban siempre dolor de cabeza y, en muchas noches de soledad entre cartones arrebujados y ratas huidizas, también le daban dolor en una parte muy honda, allí mismo donde sentía el tictac del único reloj que marcaba el curso de las horas y los días que llevaba viviendo y durmiendo a cielo raso.



Ana Alejandre

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