Juan Marsé
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Juan Marsé, escritor |
Veo sentada ante mí, en casa, a la joven estudiante de robustas rodillas y
nervioso bolígrafo que me visita para anotar en su cuaderno gravísimos datos
sobre mis novelas con destino a su tesina; la veo parpadear, confusa, ante mis
delgadas respuestas (que no encajan en su vasto y complicado plan de estudios:
le digo, por ejemplo, que el Pijoaparte jamás se propuso
desenmascarar a la burguesía catalana, sino simplemente enamorar a Teresa),
la veo cotejar notas, alterar esquemas, rectificar planteamientos, desorientada,
y yo, algo entristecido, me pregunto quién la ha desorientado, cuándo y cómo ha
perdido esa muchacha el placer de leer. Afirma que la novela le gustó, pero se
nota que no lo pasó bien leyéndola, y lo que es peor, ya no considera
importante el pasárselo bien leyendo novelas. Entonces, ¿quién o quiénes le
quitaron a esa chica el deseo de disfrutar con un libro, dejándole sólo la
obligación de aprender? ¿Aprender qué, además? ¿Sociología, semiótica y
semiología, estructuralismo, sentido y forma, relaciones metalingüísticas,
perspectiva exógena y estructura interna?
Por un breve instante, horribles fantasmas de posibles tesinas pasadas y
futuras desfilan por mi mente con extravagantes títulos: El significado de los
toros y de la humilde patata en la poesía de Miguel Hernández -Estructura,
calor y sabor de las magdalenas en la obra de Proust - El
Pijoaparte hijo natural semiótico de Henry James, con permiso
de Félix de Azúa - Los silencios de Moby Dick y
su relación metalingüística con la pata de palo de John Silver y
con el mezcal y los barrancos de la prosa deMalcolm Lowry - Madame
Flaubert soy yo, dijo Federico García Lorca.
¡Maldición, estamos rodeados! Así es imposible leer, hay que saber demasiadas
cosas, hay que amueblar la mente de bidets teóricos, hay que ser experto en
demasiadas chorradas -le digo a la desilusionada estudiante de graves rodillas
y afanoso bolígrafo. Se han empeñado ellos, los malditos tambores de las
cátedras y de los institutos, los avinagrados columnistas de diarios de provincias,
los rastreadores de estilos y figuras de la alfombra, los rebuznos de la
crítica trascendente y los cuarenta años de incultura franquista, en convertir
la lectura de un libro en cualquier cosa menos en un placer, un acto libre y
espontáneo, una aventura personal con la imaginación. ¿Quieres un consejo? Tira
por la borda ese cuaderno y ese bolígrafo y ponte a leer, sobre estas rodillas
sojuzgadas de estudiante aplicada, y con ojos infantiles a ser posible,
renovada la capacidad de asombro, el sentido de la vida y la imaginación
penetrante, otra vez, "La isla del tesoro". Callarán los bobos
tambores eruditos y recobrarás el tesoro de leer.
[Publicado por primera vez en "El Periódico", 22/4/79]
PARABELLUM
Por Juan Marsé
Agazapado sobre la mesa escritorio, Luys Ros empuñó la suntuosa y pesada
estilográfica y la suspendió unos segundos sobre el folio veinte.
-¿Tú qué opinas, Mao? -dijo alegremente- ¿Lo hago?
El enorme bulldog, de un lustroso color avellana, abandonó la alfombra donde
yacía y salió del estudio sin dignarse mirar a su amo. Poco después, cuando
Luys Ros introduce la primera falacia en la redacción de sus memorias, apenas
considera el hecho como una simple licencia poética, un personal ajuste de
cuentas con el pasado que no cesa de importunar. Pero ese detalle trivial, la
alteración de la fecha en que dejó de usar el fino y bien recortado bigote
(1957, que tachó con la pluma para anotar 1942) provocaría en el texto una
reacción en cadena de imprevisibles consecuencias. Encerrado en su retiro de la
playa, en esta casa donde aprendía a aceptar con indiferencia su soledad, la
muerte repentina de su mujer y el desprecio de sus hijos, empezó a torturar los
folios mecanografiados mediante tachaduras y notas al margen. Arrepentirse de
algo es modificar el pasado, pensó. Podría encabezar el capítulo sexto como
epígrafe.
O bien invocar a M.: ni el pasado ha muerto, ni está el mañana ni el ayer
escrito. Tres injertos ficticios en el tronco biográfico de la posguerra y
nacerán las ramas que han de protegerte de cualquier acusación: ya en el año
cuarenta y dos flaqueaba tu fidelidad a la ideología que te convocó en el
treinta y seis: quedaría demostrado. Concibió la posible escena con Olvido,
poco antes de la boda, soleada primavera en el recuerdo. Entre los utopistas de
la victoria, yo era entonces uno más. Olvido: sus andares de novia en el Paseo
de Gracia, el vuelo airoso de su falda estampada, el dorado vello de sus
brazos. Salón Rosa. Aquí.
Luys Ros consultó unas notas de su diario. 28?10?42: Hoy envío a P. L. E. un
poema para Escorial. He hablado por teléfono con L. F. V. y me confirma su
asistencia a la boda. Aperitivo con Juan Antonio y Maribel en La Puñalada. Por
la tarde, piernas cruzadas de Olvido en el Salón Rosa. Sus rodillas con polvo
de reclinatorio, su indiferencia ante la lista de boda. D. R. regresó de Rusia.
Aquí, eso es. Confesarle a Olvido tu decisión irrevocable de renuncia. Alegre
muchacha de la Sección Femenina, en cuya Oficina de prensa trabajaba entonces,
se llevaría un disgusto de muerte, eres alta y delgada, una terrible decepción.
Su militancia tenaz, tan femenina. Tenía que ser la primera en saberlo, mañana
en su casa. Pero al día siguiente, al entrar en aquel piso del Ensanche, el
olor a medicinas, la palidez y la angustia de su madre, el silencio grave en el
dormitorio, describir el ambiente: Olvido en la cama, demacrada. bellísima, el
primer síntoma alarmante de una extraña enfermedad (por cierto, pensó mientras
perfilaba la falsa escena, en esa época o poco después sufrió realmente un
desvanecimiento, su madre lo recordaría si aún viviera. O sea: perfecto,
encaja).
La conversación privada con el anciano médico de la familia, Goday creo que se
llamaba (fallecido también, por fortuna) describir los síntomas, asesorarme con
un médico: seguramente intensos dolores en pecho y brazos, parálisis parcial,
etcétera. Quizá más verosímil la diabetes, tal vez leucemia, insuficiencia
renal. O mejor una enfermedad cardíaca, una antigua lesión de la infancia a la
que no se había dado importancia y se había reproducido, y que Olvido
soportaría toda su vida con entereza ejemplar, en secreto. Sólo él lo sabría,
su marido. Sembrar el texto de las memorias con los síntomas, desde ese día
hasta su muerte: mareos, vómitos, palpitaciones. Hacerlo creíble, normal.
Asesorarme con discreción. Pulir el estilo, maestro. Ni énfasis ni
preciosismo...
A través de la ventana abierta, le llegó a Luys Ros el bullicio de los bañistas
en la playa. La doble hilera de toldos listados, en los que predominaba el
color fucsia, se extendía sobre la arena. Sí, evitar la retórica litúrgica, el
entrañable estilo tan celebrado ayer y que hoy hace tronchar de risa a mis
hijos y a Mariana, malditos hijos de la paz. Luys Ros arrugó el ceño sobre la
nota al margen y dejó la pluma. Este injerto, destinado al capítulo cuarto y,
pendiente de ulteriores precisiones de tipo médico, concluía con su decisión de
postergar la ruptura con la Falange y con el Régimen hasta que Olvido superase
la "grave enfermedad".