Mi sufrida biblioteca
Eduardo Mendoza |
Eduardo Mendoza
16/5/2016 (El País)
http://elpais.com/elpais/2016/05/13/icon/1463135325_973140.html
Tengo la costumbre de deshacerme de los libros que he leído. Y también de los que todavía no he leído, si veo que tienen mal pronóstico. El origen de esta costumbre, que muchas personas encuentran bárbara y desalmada, no es intelectual. Durante una larga etapa de mi vida combiné la movilidad con una relativa escasez de medios, con lo que me vi forzado a ir dejando atrás objetos estimados pero no de primera necesidad. Las primeras víctimas de esta emergencia siempre fueron la vajilla y los libros; la vajilla, por su fragilidad; los libros, por su volumen; en ambos casos, por la pesadez de embalar y meter en cajas cosas de tamaños y formas difíciles de acoplar. Total, que acababa tirando platos, vasos y tazas de muy escaso valor, y pilas de libros de un valor material aún más escaso, aunque quizá de mayor valor sentimental. Pero lo bueno de los apuros es que el sentimentalismo desaparece cuando la necesidad aprieta. Fuera libros.
A la tercera o cuarta masacre me di cuenta de que rara vez necesitaba los libros que había tirado y de que, si los necesitaba, los podía volver a comprar. Aparentemente, un gasto doble. En realidad, un considerable ahorro si entra en el cálculo el coste del espacio y el mobiliario. Si el libro que quería recuperar estaba descatalogado, lo encontraba online, en librerías de segunda mano o, a las malas, en alguna biblioteca pública. Y si todo esto fallaba, siempre me quedaba la solución de encogerme de hombros y pasar a otra cosa. La vida está llena de frustraciones y renuncias y no poder releer un libro, habiendo tantos, no es gran tormento.
La práctica me enseñó que los sentimientos, como al parecer ocurre con otras prolongaciones del cuerpo humano, se recomponen. En mis sucesivas viviendas no había libros, pero procuraba que no faltaran las flores, otro artículo entrañable que, a diferencia de los libros, lleva incorporada la fugacidad. Más tarde, cuando alcancé cierto grado de estabilidad, acumulé algunos libros, pero no perdí la higiénica costumbre de desprenderme de la mayoría. Una pared limpia no me parece menos acogedora que una pared cubierta de estanterías. Y por lo que se refiere a la utilidad de una biblioteca personal, lo considero nulo o poco menos. He visto bibliotecas personales especializadas, arduamente construidas a lo largo de toda una vida, que luego alguna institución pública se aviene a heredar de mala gana. Salvo estos casos contados, una biblioteca personal es un mapa confuso del peregrinaje intelectual de su dueño: cambios bruscos de gustos o intereses, propósitos abandonados, palos de ciego y una buena dosis de azar. A lo sumo, testimonio de una cierta solidez de criterio, de amplitud de miras, de cultura general. Antiguamente, el que nacía en una casa provista de una biblioteca, tenía a su alcance un territorio por explorar.
La biografía de algunas personas de mérito incluye el episodio de descubrimientos venturosos. Pero como pasa también en otros aspectos del desarrollo juvenil, lo que uno tiene en casa suscita menos interés que lo que hay en la casa del vecino. En mi caso, recuerdo haber sentido curiosidad por libros que veía en bibliotecas ajenas, pero no en la que habían hecho mis padres. Quizás sí que soy un desalmado. La gente normal siente apego por sus libros, como por sus amigos. Yo también, pero a mi modo. Por más afecto que les tenga, no me gustaría convivir con ellos. Prefiero perderlos de vista, reencontrarlos, comparar lo que el paso del tiempo ha cambiado en cada uno. Hay algo morboso en releer un libro que lleva años envejeciendo ante mis ojos. Prefiero volver a comprarlo, nuevo, con el papel blanco, bien encuadernado, sin una mota de polvo, como la primera vez que lo leí. Hasta entonces, todos los libros que he leído, siguen en mi memoria. La inmensa mayoría, aparentemente olvidados. No importa. Soy lo que ellos me aportaron en su momento. Y también pueden reaparecer de repente, con una claridad deslumbrante, como si los acabara de leer.
16/5/2016 (El País)
http://elpais.com/elpais/2016/05/13/icon/1463135325_973140.html
Tengo la costumbre de deshacerme de los libros que he leído. Y también de los que todavía no he leído, si veo que tienen mal pronóstico. El origen de esta costumbre, que muchas personas encuentran bárbara y desalmada, no es intelectual. Durante una larga etapa de mi vida combiné la movilidad con una relativa escasez de medios, con lo que me vi forzado a ir dejando atrás objetos estimados pero no de primera necesidad. Las primeras víctimas de esta emergencia siempre fueron la vajilla y los libros; la vajilla, por su fragilidad; los libros, por su volumen; en ambos casos, por la pesadez de embalar y meter en cajas cosas de tamaños y formas difíciles de acoplar. Total, que acababa tirando platos, vasos y tazas de muy escaso valor, y pilas de libros de un valor material aún más escaso, aunque quizá de mayor valor sentimental. Pero lo bueno de los apuros es que el sentimentalismo desaparece cuando la necesidad aprieta. Fuera libros.
A la tercera o cuarta masacre me di cuenta de que rara vez necesitaba los libros que había tirado y de que, si los necesitaba, los podía volver a comprar. Aparentemente, un gasto doble. En realidad, un considerable ahorro si entra en el cálculo el coste del espacio y el mobiliario. Si el libro que quería recuperar estaba descatalogado, lo encontraba online, en librerías de segunda mano o, a las malas, en alguna biblioteca pública. Y si todo esto fallaba, siempre me quedaba la solución de encogerme de hombros y pasar a otra cosa. La vida está llena de frustraciones y renuncias y no poder releer un libro, habiendo tantos, no es gran tormento.
La práctica me enseñó que los sentimientos, como al parecer ocurre con otras prolongaciones del cuerpo humano, se recomponen. En mis sucesivas viviendas no había libros, pero procuraba que no faltaran las flores, otro artículo entrañable que, a diferencia de los libros, lleva incorporada la fugacidad. Más tarde, cuando alcancé cierto grado de estabilidad, acumulé algunos libros, pero no perdí la higiénica costumbre de desprenderme de la mayoría. Una pared limpia no me parece menos acogedora que una pared cubierta de estanterías. Y por lo que se refiere a la utilidad de una biblioteca personal, lo considero nulo o poco menos. He visto bibliotecas personales especializadas, arduamente construidas a lo largo de toda una vida, que luego alguna institución pública se aviene a heredar de mala gana. Salvo estos casos contados, una biblioteca personal es un mapa confuso del peregrinaje intelectual de su dueño: cambios bruscos de gustos o intereses, propósitos abandonados, palos de ciego y una buena dosis de azar. A lo sumo, testimonio de una cierta solidez de criterio, de amplitud de miras, de cultura general. Antiguamente, el que nacía en una casa provista de una biblioteca, tenía a su alcance un territorio por explorar.
La biografía de algunas personas de mérito incluye el episodio de descubrimientos venturosos. Pero como pasa también en otros aspectos del desarrollo juvenil, lo que uno tiene en casa suscita menos interés que lo que hay en la casa del vecino. En mi caso, recuerdo haber sentido curiosidad por libros que veía en bibliotecas ajenas, pero no en la que habían hecho mis padres. Quizás sí que soy un desalmado. La gente normal siente apego por sus libros, como por sus amigos. Yo también, pero a mi modo. Por más afecto que les tenga, no me gustaría convivir con ellos. Prefiero perderlos de vista, reencontrarlos, comparar lo que el paso del tiempo ha cambiado en cada uno. Hay algo morboso en releer un libro que lleva años envejeciendo ante mis ojos. Prefiero volver a comprarlo, nuevo, con el papel blanco, bien encuadernado, sin una mota de polvo, como la primera vez que lo leí. Hasta entonces, todos los libros que he leído, siguen en mi memoria. La inmensa mayoría, aparentemente olvidados. No importa. Soy lo que ellos me aportaron en su momento. Y también pueden reaparecer de repente, con una claridad deslumbrante, como si los acabara de leer.
Un mendigo
Eduardo
Mendoza
23/dic/2015 (El País)
http://elpais.com/elpais/2015/11/24/icon/1448369970_616867.html
En parte por la crisis, en parte por el flujo migratorio, la mendicidad se ha intensificado en las calles de Barcelona. En un rincón tranquilo de un barrio elegante un hombre joven, sin impedimentos físicos o mentales apreciables y sin tender la mano en ademán suplicante, me dice que le dé algo sin especificar para qué; a mi gesto negativo responde en voz alta: “Vaya, hombre, muchas gracias”. Luego cada uno sigue su camino. En el mío voy pensando si el sarcasmo es genuino o si es una discreta técnica intimidatoria encaminada a crear mala conciencia en el donante potencial. Si es así, debería emplearse cuando haya testigos que luego den para evitar la repulsa. Al margen de su eficacia, la actitud es subversiva por lo que concierne a la mendicidad entendida como lo que ha sido hasta hace poco: un oficio. Seguramente hay libros escritos sobre la mendicidad.No conozco ninguno, pero de mis pobres conocimientos deduzco que no es un fenómeno inherente a nuestra sociedad.
La literatura clásica no la menciona, aunque no faltaran menesterosos y tullidos y el Estado no se ocupara de ellos. Por raro que parezca, la figura del mendigo está ausente en los Evangelios. No la del pobre, pero eso es otra cosa. El mendigo no es solamente una persona necesitada, sino alguien que pide ayuda, cara a cara, a cambio de nada. En este sentido, el mendigo cabal es un producto del cristianismo o, para ser precisos, del concepto nuevo de la caridad: un acto de renuncia material a favor del prójimo que recibirá su recompensa en el cielo. En la Edad Media, la vida religiosa gira prácticamente en torno a este supuesto. La vida contemplativa y la peregrinación quedan para los más industriosos. El común de los mortales acumula pequeños actos de caridad para compensar sus malas obras cuando toque hacer balance de la vida terrenal y en función de eso decidir la eterna. Hasta ahí, el protagonista de la historia es el alma caritativa y el mendigo es un mero sujeto pasivo. El Renacimiento en esto, como en tantas cosas, da la vuelta a la tortilla. Ahora el mendigo se recicla en pícaro, convierte la mendicidad en profesión, cuando no en arte y, de paso, crea un género literario glorioso.
23/dic/2015 (El País)
http://elpais.com/elpais/2015/11/24/icon/1448369970_616867.html
En parte por la crisis, en parte por el flujo migratorio, la mendicidad se ha intensificado en las calles de Barcelona. En un rincón tranquilo de un barrio elegante un hombre joven, sin impedimentos físicos o mentales apreciables y sin tender la mano en ademán suplicante, me dice que le dé algo sin especificar para qué; a mi gesto negativo responde en voz alta: “Vaya, hombre, muchas gracias”. Luego cada uno sigue su camino. En el mío voy pensando si el sarcasmo es genuino o si es una discreta técnica intimidatoria encaminada a crear mala conciencia en el donante potencial. Si es así, debería emplearse cuando haya testigos que luego den para evitar la repulsa. Al margen de su eficacia, la actitud es subversiva por lo que concierne a la mendicidad entendida como lo que ha sido hasta hace poco: un oficio. Seguramente hay libros escritos sobre la mendicidad.No conozco ninguno, pero de mis pobres conocimientos deduzco que no es un fenómeno inherente a nuestra sociedad.
La literatura clásica no la menciona, aunque no faltaran menesterosos y tullidos y el Estado no se ocupara de ellos. Por raro que parezca, la figura del mendigo está ausente en los Evangelios. No la del pobre, pero eso es otra cosa. El mendigo no es solamente una persona necesitada, sino alguien que pide ayuda, cara a cara, a cambio de nada. En este sentido, el mendigo cabal es un producto del cristianismo o, para ser precisos, del concepto nuevo de la caridad: un acto de renuncia material a favor del prójimo que recibirá su recompensa en el cielo. En la Edad Media, la vida religiosa gira prácticamente en torno a este supuesto. La vida contemplativa y la peregrinación quedan para los más industriosos. El común de los mortales acumula pequeños actos de caridad para compensar sus malas obras cuando toque hacer balance de la vida terrenal y en función de eso decidir la eterna. Hasta ahí, el protagonista de la historia es el alma caritativa y el mendigo es un mero sujeto pasivo. El Renacimiento en esto, como en tantas cosas, da la vuelta a la tortilla. Ahora el mendigo se recicla en pícaro, convierte la mendicidad en profesión, cuando no en arte y, de paso, crea un género literario glorioso.
El protestantismo y la ascensión de la burguesía alteran otra vez el panorama. Ambos llevan implícita la condena del mendigo como elemento improductivo. Señoras dadivosas socorren a los necesitados a domicilio, en los miserables habitáculos donde aquellos ocultan su miseria y su inutilidad. Dickens ilustra estas escenas. España no renuncia al folclore de sus pedigüeños. Con la decadencia crónica del país, los mendigos no sólo florecen sino que se especializan. El común ronda las calles, la élite luce sus nafras a la puerta de las iglesias, donde señoras orondas tienden la mano y apartan la mirada con gesticulación de cine mudo. También de la mano del cine la mendicidad vuelve al mundo anglosajón. No sé si Chaplin pide o no pide en su ilustre filmografía, pero en cualquier caso devuelve al indigente su dignidad de antihéroe y le agrega una causa y una ideología. En los tiempos modernos el que da no compra bonos de salvación eterna.
Con su dádiva corrige y justifica el sistema, sea o no responsable directo de sus desajustes. Las calles de Nueva York se pueblan de mendigos que aún siguen ahí, asociados a la moderna indigencia del alcoholismo y la droga. Al término de este repaso vuelvo a mi pedigüeño sarcástico y a mi pregunta original sobre su reacción. Tanto si es un amateur que ignora el protocolo como si es un hábil estratega, lo cierto es que su desdén ha borrado la antigua relación moral o ética entre él y yo. Hoy por ti, mañana por mí, parece ser el mensaje. O: nunca digas de este agua no beberé. A la puerta del supermercado que frecuento se turnan un par de pobres, siempre los mismos. Muchas mujeres, al salir, les dan monedas. Nunca los hombres. Quizá perdura en ellas la vieja bondad que prescinde de la sociología e incluso de la lógica para seguir fluyendo sin trabas ni tonterías.