Manos arriba
Eduardo Galeano
(El País, 1 Jul 2000)
Eduardo Galeano |
1. Hace poco, mi casa fue asaltada. Los ladrones se dejaron una sierra (en
el mango se lee: Facilitando su trabajo) y un reguero de cosas que tuvieron que
abandonar en la estampida. Entre las cosas que pudieron llevarse estaba una
computadora que yo acababa de comprar y que iba a ser la primera de mi vida. Mi
progreso tecnológico ha sido interrumpido por la delincuencia.Yo bien sé que el
episodio carece de importancia, y que, al fin y al cabo, forma parte de la
rutina de la vida en el mundo de hoy, pero el hecho es que no he tenido más
remedio que agregar rejas a las rejas y que ahora mi casa parece, como todas,
una jaula. Como a todos, una nueva dosis de veneno me ha sido inoculada: el
veneno del miedo, el veneno de la desconfianza.
2. Es una antigua leyenda china. A la hora de irse a trabajar, un leñador
descubre que le falta el hacha. Observa a su vecino: tiene el aspecto típico de
un ladrón de hachas, la mirada y los gestos y la manera de hablar de un ladrón
de hachas. Pero el leñador encuentra su herramienta, que estaba caída por ahí.
Y cuando vuelve a observar a su vecino, comprueba que no se parece para nada a
un ladrón de hachas, ni en la mirada ni en los gestos ni en la manera de
hablar.
3. El filósofo británico Samuel Johnson decía, a mediados del siglo XVIII:
"La seguridad, dé lo que dé, da lo mejor". Dos siglos después, decía
el filósofo italiano Benito Mussolini: "En la historia de la humanidad, el
policía ha precedido siempre al profesor". Y ahora, grandes carteles nos
advierten, en los supermercados: "Sonría: por su seguridad, lo estamos
filmando y grabando".
4. Bien lo saben los políticos y los demagogos de uniforme: la inseguridad
es el pánico de nuestro tiempo. Y las estadísticas confirman que el mundo está
transpirando violencia por todos los poros.
Colombia es el país más violento del mundo. Los asesinatos de todo un año
en Noruega equivalen a un fin de semana en Cali o Medellín. Se supone que la
violencia colombiana es obra del narcotráfico y de la guerra entre militares,
paramilitares y guerrilleros. Pero la organización Justicia y Paz atribuye la
mayoría de los crímenes, siete de cada diez, a "la violencia estructural
de la sociedad colombiana". Colombia es uno de los países más injustos del
mundo: 80% de pobres, 7% de ricos; de cada 100 adultos, 22 están desempleados y
55 trabajan a la buena de Dios, en eso que los expertos llaman mercado
informal.
5. En Brasil se roba un auto cada minuto y medio. Durante las horas más
peligrosas, que son las horas de la noche, los conductores de vehículos en Río
de Janeiro están autorizados a saltarse los semáforos en rojo. Y no sólo se
roban autos. Gran éxito está teniendo un escultor de alegorías de carnaval, que
está fabricando guardias virtuales para las empresas de seguridad: son
maniquíes de uniforme policial, hechos de fibra de vidrio, con microcámaras en
lugar de ojos. Otros guardias, de carne y hueso, disparan y matan y preguntan
después. Muchas de sus víctimas son niños de la calle.
Brasil es, como Colombia, un país violento y un país injusto: el más
injusto del mundo, el que más injustamente distribuye los panes y los peces.
Veintiún millones de niños viven, sobreviven, en la miseria.
Hélio Luz, que hasta hace poco fue jefe de policía en Río, recordó
recientemente, en una entrevista, que la policía brasileña no nació para
proteger a los ciudadanos: fue creada, en l808, para controlar a los esclavos.
Los esclavos eran negros, y negros son, hoy día, la mayoría de sus
víctimas.
6. Los policías y los políticos latinoamericanos acuden en peregrinación a
Nueva York. Allí aprenden la fórmula mágica contra la delincuencia. La
tolerancia cero se aplica hacia abajo, como la represión cero se aplica hacia
arriba. Esta criminalización de la pobreza castiga al delincuente antes de que
viole la ley. Hasta los graffitis merecen castigo porque delatan "una
conducta protocriminal".
La delincuencia ha disminuido en Nueva York y en todo el territorio
estadounidense. Pero no como resultado de la política de intolerancia: la mano
dura sólo ha servido para multiplicar los horrores policiales contra los negros
en el reino del alcalde Giuliani. Como bien dice el juez argentino Luis Niño,
la tasa de criminalidad ha caído en Estados Unidos en la misma medida en que ha
subido la tasa de ocupación: hay menos delito porque hay pleno empleo.
El milagro del pleno empleo, o de algo que, en todo caso, se le parece
bastante, ha sido posible en este país que tiene al mundo entero trabajando
para él. Pero la inseguridad es un buen negocio, y las cárceles privadas
necesitan presos como los pulmones necesitan aire. Más vale prevenir que curar:
cuantos menos delitos se cometen más presos hay. En los últimos 15 años, por
poner un ejemplo, se ha multiplicado por tres la cantidad de menores de edad
encerrados en cárceles de adultos, "para que los chicos se conviertan en
adultos productivos", como explica James Gondles, vocero de las empresas
privadas que se ocupan de encerrar gente en el país que tiene la mayor cantidad
de presos en el mundo.
Eduardo Galeano es
escritor y periodista uruguayo, autor de Las venas abiertas de América Latina y
Memorias del fuego. © IPS / Comunica.
Escuela del Crímen,
Eduardo Galeano
(El País,11 jul 1996)
Economía de importación, cultura de impostación, reino de la tilinguería:
estamos todos obligados a embarcarnos en el crucero de la modernización. En
las aguas del mercado, la mayoría de los navegantes está condenada al
naufragio; pero la deuda externa paga, por cuenta de todos, los pasajes de la
minoría que viaja en primera clase. Los empréstitos de la banquería mundial,
que permiten atiborrar de nuevas cosas inútiles a la minoría consumidora,
actúan al servicio del purapintismo de nuestras clases medias y de la
copianditis de nuestras clases altas; y la televisión se encarga de convertir
en necesidades reales a las demandas artificiales que el norte del mundo
inventa sin descanso y exitosamente proyecta sobre el sur y sobre el este.Pero
¿qué pasa con los millones y millones de jóvenes latinoamericanos condenados a
la desocupación o a los salarios de hambre? Entre ellos, la publicidad no
estimula la demanda, sino la violencia; entre ellas estimula la prostitución.
Los avisos proclaman que quien no tiene no es: quien no tiene auto, o zapatos importados,
o perfumes importados, es un nadie, una basura; y así la cultura del consumo
imparte clases para el multitudinario alumnado de la escuela del crimen.
Al apoderarse de los fetiches que brindan existencia a las personas, cada
asaltante quiere ser como su víctima. La tele ofrece el
servicio completo: no sólo enseña a confundir la calidad de vida con la
cantidad de cosas, sino que además brinda cotidianos cursos audiovisuales de
violencia, que los videojuegos complementan. El crimen es el espectáculo más
exitoso de la pantalla chica. "Golpea antes de que te golpeen",
aconsejan los maestros electrónicos de niños y jóvenes. "Estás solo, sólo
cuentas contigo". Coches que vuelan, gente que estalla: "Tú también
puedes matar".
Crecen las ciudades, las ciudades latinoamericanas ya están siendo las más
grandes del mundo, y con "las ciudades, a ritmo de pánico, crece el
delito. Ciudades insomnes: unos no duermen por la necesidad de atrapar las
cosas que no tienen, otros no duermen por el miedo de perder las cosas que
tienen.
La ansiedad consumidora no es la única profesora de la escuela del crimen.
Ella actúa acompañada por la injusticia social, una profesora muy eficaz en
sociedades donde la opulencia ofende escandalosamente al hambre, y también
dicta allí sus lecciones la impunidad del poder, que enseña predicando con el
mal ejemplo en sociedades donde los que mandan matan y roban sin remordimiento
ni castigo.
Este mundo del final de siglo, que convida a todos al banquete pero cierra
la puerta en las narices de la mayoría, es al mismo tiempo igualador y
desigual. Nunca el mundo ha sido tan desigual en las
oportunidades que brinda, pero tampoco ha sido nunca tan igualador en
las ideas y las costumbres que impone. La igualación obligatoria,
que actúa contra la diversidad cultural del bicho humano, impone un
totalitarismo simétrico al totalitarismo de la desigualdad de
la economía, impuesto por el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional y
otros fundamentalistas de la libertad del dinero. En el mundo sin alma que se
nos obliga a aceptar como único mundo posible no hay pueblos, sino mercados; no
hay ciudadanos, sino consumidores; no hay naciones, sino empresas; no hay
ciudades, sino aglomeraciones; no hay relaciones humanas, sino competencias
mercantiles.
Nunca ha sido menos democrática la economía mundial, nunca ha sido el mundo
más escandalosamente injusto. La desigualdad se ha duplicado en
treinta años. En 1960, el 20% de la humanidad, el que más tenía, era treinta
veces más rico que el 20% que más necesitaba. En 1990, la diferencia entre la
prosperidad y el desamparo había crecido al doble, y era de sesenta veces. Y en
los extremos de los extremos, entre los ricos riquísimos y los pobres
pobrísimos, el abismo resulta mucho más hondo. Sumando las fortunas privadas
que año tras año exhiben, con obscena fruición, las páginas pornofinancieras de
las revistasForbes y Fortune, se llega a la conclusión de que 100
multimillonarios disponen actualmente de la misma riqueza que 1.500 millones de
personas.
La desigualación económica tiene quien la mida. El Banco Mundial, que tanto
hace por multiplicarla, la confiesa, por ejemplo, en su World
development report de 1993. Y la confirman las Naciones Unidas(United
Nations developmentprogramme, Human development report,1994). La igualación
cultural, en cambio, no se puede medir. Sus demoledores progresos, sin embargo,
rompen los ojos. Los medios de comunicación de la era electrónica,
mayoritariamente puestos al servicio de la incomunicación humana, nos están
otorgando el derecho a elegir entre lo mismo y lo mismo, en un tiempo que se
vacía de historia y en un espacio universal que tiende a negar el derecho a la
identidad de sus partes. Se hace cada vez más unánime la adoración de los
valores de la sociedad de consumo.
La economía mundial necesita un mercado de consumo en perpetua expansión
para que no se derrumben sus tasas de ganancia, pero a la vez necesita, por
la misma razón, brazos que trabajen a precio de ganga en los países
del sur y el este del planeta. La segunda paradoja es hija de la primera: el
norte del mundo dicta órdenes de consumo cada vez más imperiosas, dirigidas al
sur y al esté, para multiplicar a los consumidores, pero en mucho mayor medida
multiplica a los delincuentes.
La invitación al consumo es una invitación al delito. Leyendo las páginas
policiales de los diarios se aprende más sobre las contradicciones sociales que
en las páginas sindicales o políticas. Allí están los alegres mensajes de
muerte que la sociedad de consumo emite.
Noticias de los nadies
Eduardo Galeano
(El país, 27 Enero
1996)
Hasta hace 20 o 30
años, la pobreza era fruto de la injusticia. Lo denunciaban las izquierdas, lo
admitía el centro, rara vez lo negaban las derechas. Mucho han cambiado los
tiempos en tan poco tiempo: ahora la pobreza es el justo castigo que la
ineficiencia merece o, simplemente, es un modo de expresión del orden natural
de las cosas. La pobreza puede merecer lástima, pero ya no provoca indignación:
hay pobres por ley de juego o fatalidad del destino.El código moral de este fin
de siglo no condena la injusticia, sino el fracaso.
Hace unos meses,
Robert McNamara, que fue uno de los responsables de la guerra de Vietnam,
escribió un largo arrepentimiento público. Su libro In retrospect (Times
Books, 1995) reconoce que esa guerra fue un error. Pero esa guerra, que mató a
tres millones de vietnamitas y a 58.000 norteamericanos, fue un error porque
no se podía ganar, y no porque fuera injusta. El pecado está en la
derrota, no en la injusticia.
Con la violencia
ocurre lo mismo que ocurre con la pobreza. Al sur del planeta, donde habitan
los perdedores, la violencia rara vez aparece como un resultado de la
injusticia. La violencia casi siempre se exhibe como el fruto de la mala
conducta de los eres de tercera clase que habitan el llamado Tercer Mundo,
condenados a la violencia porque ella está en su naturaleza: la violencia
corresponde, como la pobreza, al orden natural, al orden biológico o quizá
zoológico de un submundo que así. es porque así ha sido y así seguirá siendo.
Mientras McNamara
publicaba su, libro sobre Vietnam, dos países latinoamericanos, Guatemala y
Chile, atrajeron, por asombrosa excepción, la atención de la opinión pública
norteamericana.
Un coronel del
Ejército de Guatemala fue acusado del asesinato de un ciudadano de Estados
Unidos y de la tortura y muerte del marido de una ciudadana de Estados Unidos.
Desde hacía unos cuantos años, se reveló, ese coronel cobraba sueldo de la CIA.
Pero los medios de comunicación, que difundieron bastante información sobre el
escandaloso asunto,, prestaron poca importancia al hecho de que la CIA viene
financiando asesinos y poniendo y sacando Gobiernos en Guatemala desde 1954. En
aquel año, la CIA organizó, con el visto bueno del presidente Eisenhower, el
golpe de Estado que volteó al Gobierno democrático de Jacobo Arbenz. El baño de
sangre que Guatemala viene sufriendo desde entonces ha sido siempre considerado
natural, y raras veces ha llamado la atención de las fábricas de opinión
pública. No menos de 100.000 vidas humanas han sido sacrificadas, pero ésas han
sido vidas guatemaltecas y, en su mayoría, para cohno del desprecio, vidas
indígenas.
Al mismo tiempo que
revelaban lo del coronel en Guatemala, los medios informaron de que dos altos
oficiales de la dictadura de Pinochet habían sido condenados a prisión en
Chile. El asesinato de Oswaldo Letelier constituía una excepción a la norma de
la impunidad, y este detalle no fue mencionado. Impunemente habían cometido
muchos otros crímenes los militares que en 1973 asaltaron el poder en Chile,
con la colaboración confesa del presidente Nixon. Letelier había sido
asesinado, con su secretaria norteamericana, en la ciudad de Washington¡ ¿Qué
hubiera ocurrido si hubiera caído en Santiago de Chile o en cualquier otra
ciudad latinoamericana? ¿Qué ocurrió con el general chileno Carlos Prats,
impunemente asesinado, con su esposa, también chilena, en Buenos Aires, en 1970
Automóviles
imbatibles, jabones prodigiosos, perfumes excitantes, analgésicos mágicos: a
través de la pantalla chica, el mercado hipnotiza al público consumidor. A
veces, entre aviso y aviso, la televisión cuela imágenes de hambre y guerra.
Esos horrores, esas fatalidades, vienen del otro mundo, donde el infierno
acontece, y no hacen más que destacar el carácter paradisiaco de las- ofertas
de la sociedad de consumo. Con frecuencia, esas imágenes vienen de Africa. El
hambre africana se exhibe como una catástrofe natural, y las guerras africanas
no enfrentan a etnias, pueblos o regiones, sino a tribus, y no
son más que cosas de negros. Las imágenes del hambre jamás
aluden, ni siquiera de paso, al saqueo colonial. Jamás se menciona la
responsabilidad de las potencias occidentales que ayer desangraron África a
través de la trata de esclavos y el monocultivo obligatorio y hoy perpetúan la
hemorragia pagando salarios enanos y precios de ruina. Lo mismo ocurre con las
imagenes de las guerras: siempre el mismo silencio sobre la herencia colonial,
siempre la misma impunidad para los inventores de las fronteras falsas que han
desgarrado África en más de cincuenta pedazos, y para los traficantes de la
muerte, que desde el Norte venden las armas para que el Sur haga las guerras.
Durante la guerra de Ruanda, que brindó las más atroces imágenes en 1994 y
buena parte de 1995, ni por casualidad se escuchó en la tele la
menor referencia a la responsabilidad de Alemania, Bélgica y Francia. Pero las
tres potencias coloniales habían contribuido sucesivamente a hacer añicos la
tradición de tolerancia entre los tutsis y los hutus, dos pueblos que habían
convivido pacíficamente, durante varios siglos, antes de ser entrenados para el
exterminio mutuo.