Cuando llega la primavera
La ventana abierta trae olores silvestres con los que la primavera anuncia que ha comenzado a vestir con su traje de vivos colores los parques y campos cercanos. Del jardín llegan ruidos de niños jugando, ladridos de perro y algún vibrante y sonoro toque de claxon, parodiando el tañido ancestral de las campanas. Todo hace pensar que la vida ha vuelto a brotar con su cotidianidad ya conocida pero alimentada con una nueva savia en la que se promete un renacer de los sentidos y de la esperanza que parecía estar adormilada y latente dentro de su fría coraza invernal.
Cierro la ventana, detrás de la que se perfila el suave paisaje de luz azul, mientras pienso que detrás seguirán bullendo las mismas criaturas, los mismo sonidos y olores como cualquier otra primavera anterior y las siguientes. La esperanza del ser humano se renueva cada año, en su ciclo permanente, al unísono de la propia Naturaleza, en ese fluir y refluir que marca la propia existencia en la que nos inventamos nuevos amaneceres cada día para poder seguir esperando a ese milagro, escurridizo y volátil, llamado felicidad y que toque a la puerta; aunque sólo llegada la noche nos demos cuenta de que ese día no ha sido, pero al siguiente, a lo mejor, sí oiremos el aleteo ligero de unos pasos que anuncien su llegada.
Y así, vamos viviendo o, mejor dicho, la vida nos vive y nos consume en una larga espera que es, quizá, la única forma de vivir lo más cercana posible a esa felicidad soñada que siempre parece ignorar nuestra espera y toca en puertas ajenas, olvidando, -quizá por el convencimiento de que todo lo bueno se merece, sin duda alguna, aunque se nos niegue-, que aquélla sólo entra en la morada de quien la aguarda con la puerta abierta de par en par y una sonrisa en los labios, aunque la sonrisa sea a veces un poco escéptica, irónica o desengañada. Sólo así, se está preparado para decir, al verla alejarse: “No, si yo ya sabía que iba a pasar de largo otra vez” sin sentir la bofetada humillante de la decepción. Esa sonrisa de espera, ayuda a aguardar al día siguiente, al mes que viene, o a la primavera próxima, para encontrarla de nuevo, darse de bruces con ella y por fin darle ese largo, largo, abrazo que nunca llega y para el que siempre creemos estar preparados. Para lo único que parece que no lo está el ser humano es para aceptar que a cada primavera le sucede el verano, después el otoño y, por fin, el invierno, al igual que en toda vida se suceden las estaciones, las ilusiones, los desengaños, la enfermedad, la alegría y el dolor en un continuo fluir en el que el mar es la propia vida y las olas que vienen y van son las circunstancias cambiantes; la playa es el tiempo y los seres humanos somos los granos de arenas, infinitos en número, que conformamos ese lecho sobre el que descansa, se extiende y se retira después el insondable mar de la vida que nos deja asombrados, año tras año, con el nuevo renacer de otra primavera en la que, seguramente, la esperanza será lo único que, al renacer, nos hará sentirnos vivos cuando todo lo demás: guerras, catástrofes sin fin, sufrimiento, enfermedad e injusticias, nos hace pensar que el mundo está loco y, por ello, cada uno se siente morir un poco más cada día.
Sólo la luz, el renacer de la Naturaleza nos hace recordar cada año que hay un tiempo también en el que reímos, gozamos y ¿por qué no podremos volver a renacer de nuestras cenizas como el Ave Fénix, de nuestras decepciones, de cada dolor, al igual que vemos resurgir la fuerza de la vida en cada brote tierno, en cada flor, en cada árbol que ofrece su nuevo manto, como una promesa cierta de que todo vuelve a ser posible, hermoso o verdadero en cada primavera? Aunque algo interior nos diga que eso ya no es posible por el devenir inexorable del tiempo, quizás la pregunta en sí, la misma duda, sea el regalo que cada año nos trae el solsticio del 21 de marzo en el que se puede ser, aunque sea por unos breves instantes, otro brote tierno del árbol de la vida, uno más en el que el prodigio de la existencia parece ofrecer el resurgir de la propia vida, muchas veces acompañada de reacciones en forma de alergias, úlceras o depresiones, como recordando que la materia es limitada y tiene que pagar tributo.
El renacer de la Naturaleza es una esperanza nueva en cada vida, esa que vivimos a golpe de estación, de años, meses y días en los que siempre alumbra de nuevo la promesa incierta de un futuro que siempre parece más prometedor a la luz exuberante y vivificadora de cada primavera.
Ana Alejandre
Cierro la ventana, detrás de la que se perfila el suave paisaje de luz azul, mientras pienso que detrás seguirán bullendo las mismas criaturas, los mismo sonidos y olores como cualquier otra primavera anterior y las siguientes. La esperanza del ser humano se renueva cada año, en su ciclo permanente, al unísono de la propia Naturaleza, en ese fluir y refluir que marca la propia existencia en la que nos inventamos nuevos amaneceres cada día para poder seguir esperando a ese milagro, escurridizo y volátil, llamado felicidad y que toque a la puerta; aunque sólo llegada la noche nos demos cuenta de que ese día no ha sido, pero al siguiente, a lo mejor, sí oiremos el aleteo ligero de unos pasos que anuncien su llegada.
Y así, vamos viviendo o, mejor dicho, la vida nos vive y nos consume en una larga espera que es, quizá, la única forma de vivir lo más cercana posible a esa felicidad soñada que siempre parece ignorar nuestra espera y toca en puertas ajenas, olvidando, -quizá por el convencimiento de que todo lo bueno se merece, sin duda alguna, aunque se nos niegue-, que aquélla sólo entra en la morada de quien la aguarda con la puerta abierta de par en par y una sonrisa en los labios, aunque la sonrisa sea a veces un poco escéptica, irónica o desengañada. Sólo así, se está preparado para decir, al verla alejarse: “No, si yo ya sabía que iba a pasar de largo otra vez” sin sentir la bofetada humillante de la decepción. Esa sonrisa de espera, ayuda a aguardar al día siguiente, al mes que viene, o a la primavera próxima, para encontrarla de nuevo, darse de bruces con ella y por fin darle ese largo, largo, abrazo que nunca llega y para el que siempre creemos estar preparados. Para lo único que parece que no lo está el ser humano es para aceptar que a cada primavera le sucede el verano, después el otoño y, por fin, el invierno, al igual que en toda vida se suceden las estaciones, las ilusiones, los desengaños, la enfermedad, la alegría y el dolor en un continuo fluir en el que el mar es la propia vida y las olas que vienen y van son las circunstancias cambiantes; la playa es el tiempo y los seres humanos somos los granos de arenas, infinitos en número, que conformamos ese lecho sobre el que descansa, se extiende y se retira después el insondable mar de la vida que nos deja asombrados, año tras año, con el nuevo renacer de otra primavera en la que, seguramente, la esperanza será lo único que, al renacer, nos hará sentirnos vivos cuando todo lo demás: guerras, catástrofes sin fin, sufrimiento, enfermedad e injusticias, nos hace pensar que el mundo está loco y, por ello, cada uno se siente morir un poco más cada día.
Sólo la luz, el renacer de la Naturaleza nos hace recordar cada año que hay un tiempo también en el que reímos, gozamos y ¿por qué no podremos volver a renacer de nuestras cenizas como el Ave Fénix, de nuestras decepciones, de cada dolor, al igual que vemos resurgir la fuerza de la vida en cada brote tierno, en cada flor, en cada árbol que ofrece su nuevo manto, como una promesa cierta de que todo vuelve a ser posible, hermoso o verdadero en cada primavera? Aunque algo interior nos diga que eso ya no es posible por el devenir inexorable del tiempo, quizás la pregunta en sí, la misma duda, sea el regalo que cada año nos trae el solsticio del 21 de marzo en el que se puede ser, aunque sea por unos breves instantes, otro brote tierno del árbol de la vida, uno más en el que el prodigio de la existencia parece ofrecer el resurgir de la propia vida, muchas veces acompañada de reacciones en forma de alergias, úlceras o depresiones, como recordando que la materia es limitada y tiene que pagar tributo.
El renacer de la Naturaleza es una esperanza nueva en cada vida, esa que vivimos a golpe de estación, de años, meses y días en los que siempre alumbra de nuevo la promesa incierta de un futuro que siempre parece más prometedor a la luz exuberante y vivificadora de cada primavera.
Ana Alejandre
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