Como una luz racheada
La ventana, ojo abierto al mundo, deja pasar la luz grisácea de una mañana de primavera temprana. El suelo, mojado por una lluvia intempestiva, charolea en brillos fugaces al ser iluminado por las rojas luces de posición de los escasos automóviles que pasan con su carga anónima de vidas ajenas. No hay ruido, sólo un constante rumor lejano, como del oleaje en la distancia, que indica que la avenida principal está cerca y por ella transcurre el tráfico presuroso de cualquier otra mañana de lunes. La ciudad parece tomar su pulso cotidiano a la vuelta de unas vacaciones cortas para los que marcharon, y también para los que empezaban a disfrutar del silencio y la soledad de calles muchas veces transitadas; pero que, ahora, empezaban a lucir sus mejores galas entre las que el silencio y la escasez de tráfico eran sus más bellos adornos, los más preciados por inusuales.
Todo vuelve a la normalidad agobiante de un día corriente. La felicidad, escasa y casi sutil, de sentirse aislado en un mundo suspenso entre el vértigo de la velocidad y el silencio de las calles por las ausencias múltiples y desconocidas, ha durado muy poco. Ha sido como un fogonazo de libertad; un destello en el que se ha podido vislumbrar que es posible otro tipo de vida, otra forma más gozosa de habitar el mismo espacio de siempre, convertido en una isla en la que vivir en compañía sólo de las presencias imprescindibles, de aquellos que le dan un sentido y un valor a nuestras existencias, porque a ellos estamos unidos por lazos de amor, amistad o simple utilidad. En esa isla de paz ya no tienen cabida las multitudes cotidianas entre las que se puede sentir la peor de las soledades.
Sin embargo, el sortilegio ha durado poco con el regreso de los miles de coches cargados de cansancio, estrés y olor a carburante. El sueño se ha roto como un cristal al ser herido por un rayo que, al apagarse, ha dejado en su lugar un montón de vidrios rotos y la oscuridad en el horizonte.
Todo vuelve a ser igual y, por eso, el día parece ser más gris, aún si cabe, porque ya no hay más claridad tras los cristales que la poca luz racheada que siempre acompaña a la lluvia y al regreso de tantas soledades unidas por el nexo común de querer encontrar el paraíso fuera y lejos del único lugar en el que existe, y que no es otro que el propio hogar, allí donde, de verdad, nos sentimos dueños de nosotros mismos .y de nuestro destino siempre incierto.
Ana Alejandre
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