¿Por qué matamos?
Hay personas que arreglan
cañerías, venden fármacos o conducen locomotoras. Nosotros también hacemos lo
que sabemos, lo que nos han enseñado. Nosotros matamos. Desde niños nos han
alentado a ello las rencorosas soflamas paternas y maternas en torno a la mesa
familiar, la ponzoña patrioteril que inocula el maestro en el alma maleable de
los alumnos, la cuadrilla de amigos del barrio en la que por vía mimética se
aprende temprano a embotar el sentido de la culpa y, cómo no, la taberna, que
es la universidad por excelencia de los iletrados.Hay poca cultura dentro de
nuestros pasamontañas. Por eso matamos. Matamos por la atracción que ejerce en
nuestros cerebros atestados de propaganda el prestigio varonil de la fuerza
bruta. A nosotros se nos hace muy cuesta arriba progresar por los vericuetos
del razonamiento. La realidad social está cuajada de matices, de sutilezas
democráticas, de pros y contras: cuánta complicación. Nosotros preferimos
simplificar la realidad allanándola a puro bombazo. La muerte es nuestro lenguaje.
La muerte es lo único que podemos decir. El porvenir que anhelamos es el
producto resultante de un alto número de muertos. Se hace camino al matar.
Matamos antes de nada
para ganar enemigos, por cuanto la existencia del enemigo justifica el matar.
Nosotros acertamos caiga quien caiga. "Algo habrá hecho para que lo
maten", se oye a menudo murmurar en las esquinas de Euskadi. La culpa es
siempre de la víctima y de quienes vierten lágrimas por ella. Nosotros
aspiramos a la paz, a una paz duradera y justa, que consiste principalmente en
que nosotros dejemos de matar. Si no fuera porque aspiramos a la paz, no
habríamos matado a ochocientas y pico personas, niños inclusive. ¡Con lo
sencillo que sería alcanzar un acuerdo! Hágase nuestra voluntad, frágüese una
frontera al viejo estilo, que aísle Euskalherría del resto de Europa, y
entonces.... entonces sólo mataremos en nuestros pueblos y vecindades.
Nosotros matamos para que
al día siguiente lo cuenten con detalles los medios de comunicación, de suerte
que los comentaristas de actualidad nos aclaren a nosotros mismos por qué
matamos, cuál es el sentido de nuestra acción y, muchas veces, a quién hemos
matado. Matamos de costumbre con pretextos acompañados por el adjetivo vasco,
en la inteligencia de que todo lo vasco inspire resquemor, antipatía,
repugnancia. Pretendemos que la ciudadanía española y francesa, confundida por
la rabia, aborrezca no menos a los vascos pacíficos que al puñado violento.
Nuestras balas no atraviesan nucas para que después las multitudes griten
"ETA no, vascos sí"; pero en el fondo qué más da si, total, nosotros
vamos a matar se diga lo que se diga y pase lo que pase. Pues cuando, al filo
de las primeras canas, comprendemos el sinsentido de matar, aparece un nuevo
bruto, joven, voluntarioso y con ansias de reunir méritos de guerra, que toma
el arma y reanuda la matanza.
Matamos, algunos, con la
vista puesta en lograr reconocimiento de vasquidad. Por la puerta de la
militancia seperatista aspira a asimilarse el descendiente del inmigrado. Matar
con esa excusa da derecho al pasaporte vasco en la nación deseada. Matar para
ser vasco. No faltan en nuestras listas de solícitos apretadores de gatillos
patronímicos como Álvarez, González Peñalva, López Riaños, Manzanos, Parot,
etcétera. ¿Qué diría Sabino Arana si supiera que individuos de dudosa pureza
sanguínea y de preocupante Rh, enarbolan su bandera, se apropian de su
entelequia patriótica y luchan por la liberación de Euskalherría liquidando a
gente llamada Olaciregi, Iruretagoyena o Múgica? No queda más remedio que
redefinir el concepto de raza vasca. Vasco auténtico: dícese, hoy por hoy, de
cualquier habitante del planeta que postula la independencia de Euskadi. El
resto de la humanidad está en la lista negra.
Y es que en realidad nos
vence el miedo a dejar de matar. Lo uno por no estar en una celda a solas con
el recuerdo de lo que hicimos, a merced de los remordimientos y de la certeza
incontestable de la inutilidad de nuestro furor.
Lo otro, porque ¿quién
tiene redaños para ser el Maroto que ponga fin con un nuevo abrazo de Vergara,
de Argel o de donde sea, a esta guerra unilateral cuyo único lance bélico
consiste en que nosotros vamos por ahí a escondidas y matamos? Dejar de matar
nos irrogaría el repudio de los compañeros de locura. Caminaríamos por el
pueblo y oiríamos mascullar a nuestra espalda: ése es el traidor que ordenó la
tregua indefinida. Supondría, además, admitir públicamente que toda la sangre
derramada, la propia y la ajena, ha sido en vano. Mejor, por consiguiente, seguir
matando, aunque sea en vano, hasta tanto llegue la derrota que en nuestro fuero
interno apetecernos; la que nos sacaría del laberinto que nosotros mismos hemos
maquinado y del que no sabemos salir solos; la que transmitiría a las
generaciones venideras de adolescentes vascos, imbuidos del fanatismo
nacionalista, el convencimiento de que todavía existe una cuenta histórica
pendiente.
Por nuestra cuenta no
pararemos nunca de matar, como no sea que, desatada la disidencia en nuestras
filas, nos matemos a tiros entre nosotros. Ya falta menos, no se preocupen. Y,
si no, al tiempo.
Tocado por la genialidad
Fernando Uramburu
(El País 17 may 2017)
La primera vez que oí
mencionar el nombre de Félix Francisco Casanova fue en una carta del poeta
Francisco Javier Irazoki. Se acababa la década de los setenta del siglo pasado.
Por entonces seguía siendo común el intercambio epistolar. Me bastaron unas
pocas muestras de la poesía de aquel chaval canario, muerto pocos años antes
por causa de un escape de gas mientras tomaba un baño en su domicilio de Santa
Cruz de Tenerife, para percatarme de su enorme calibre literario.
Aquellos pocos poemas que
conocí por mediación de Irazoki tenían los ingredientes justos para que a uno,
al leerlos, le produjesen con gran intensidad la experiencia poética. No me
cupo la menor duda de que quien los había compuesto estaba dotado de una gracia
particular. No es sólo que los textos estuvieran bien escritos. De hecho, la
literatura de Casanova huele a todo menos a escritorio. Era otra cosa que
nadie, ni el erudito más dilecto, ha sabido definir hasta la fecha, aunque
somos muchos los que nos llenamos la boca con su nombre.
Aquellos poemas tenían un
misterio, una musicalidad no nacida de las convenciones métricas y una fuerza
expresiva que los hacía de todo punto seductores. Eran, desde luego, distintos
de cuanto escribían los jóvenes de mi tiempo; en muchos casos, dignos epígonos
del estilo literario de sus mayores. No, aquellos poemas en los cuales lo
lúdico y lo luctuoso se mezclaban con afortunada y a la vez inexplicable
armonía estaban tocados de la genialidad. Los largos años transcurridos desde
entonces no me han apeado de mi impresión primera.
Aquellos poemas tenían un
misterio, una musicalidad no nacida de las convenciones métricas y una fuerza
expresiva que los hacía de todo punto seductores
Otro poeta, Jorge G.
Aranguren, me proporcionó las señas postales de Félix Casanova de Ayala, padre
de Félix Francisco. Ya entonces el hombre, que, aquejado de melancolía, había
renunciado a prolongar su propia obra, cultivaba con entrañable denuedo la memoria
del hijo fallecido. Le escribí. Me topé con lo que había, una humanidad
profundamente dolida, primero por la pérdida de la esposa, después por la del
hijo superdotado y compañero de páginas. Juntos habían llenado de poemas Cuello
de botella, cuya publicación Félix Francisco no pudo ver. Su padre me procuró
los libros de este. Él mismo me los había dedicado en nombre del hijo para
siempre ausente. El cartero me entregó aquellas joyas enviadas a San Sebastián
desde Canarias: una maleta llena de hojas, la referida Cuello de botella y un
diamante en forma de novela, El don de Vorace, que Félix Francisco había
escrito a los 17 años en poco más de 40 días.
La publicación de las
Obras completas de Casanova, editadas con esmero por la editorial Demipage,
supervisadas por el ojo infalible de Irazoki, se me figura un acontecimiento
cultural de primera magnitud. A veces dan ganas de que existan el cielo, el más
allá, no sé, una atalaya para difuntos desde la cual Félix Casanova de Ayala
pudiera disfrutar del resultado de sus desvelos. A su lado, Félix Francisco
seguro que se lo tomaría a risa mientras indaga qué tipo de música escuchan los
jóvenes actuales.