Un precedente
juan Benet |
La única referencia que hasta ahora he
leído a la guerra civil española como precedente europeo de la crisis yugoslava
procede del periodista americano George Will, del Washington Post. De
manera un tanto sorprendente, la referencia contiene algunos comentarios
satíricos que sin duda resultan chocantes en cualquier opinión sobre tan
dramático acontecimiento. En parte como justificación del evidente retraimiento
con que Europa y Estados Unidos consideran la intervención en
Bosnia-Herzegovina para abortar la agresión serbia, Will reconoce que "el
tiempo lo cura todo", tanto más cuanto considera que el nacionalismo
catalán, que en su día fue uno de los combustibles más activos de la explosiva
mezcla de 1936, se conforma hoy con manifestarse muy cívicamente a través de
anuncios publicitarios en la prensa internacional bajo el eslogan Freedom
for Catalonia. Tal vez, piensa Will, si en 1936 Europa hubiera volcado
el contenido de sus arsenales en España, la guerra civil habría sido más larga
y cruenta, pues no dejó de ser una fortuna (una injusta fortuna) que la Legión
Cóndor y el CTV tuvieran que enfrentarse a Hemingway, Orwell et al. La
hipótesis no puede ser más falaz y si no transpirara toda la hipocresía de las
resoluciones internacionales amparadas con el manto protector de un breve de
las Naciones Unidas, no merecería el menor comentario.En fecha tan avanzada de
la guerra como el mes de marzo de 1938, con el derrumbamiento del frente
republicano de Aragón tras la batalla de Teruel, un atribulado León Blum, consciente
de los desastrosos resultados que había acarreado la política de no
intervención, pensaba que todavía estaba a tiempo de despachar a través de los
Pirineos catalanes un cuerpo motorizado francés para liquidar el conflicto en
pocas semanas y salvar la república española. El éxito militar parecía fuera de
toda duda para estos nuevos 100.000 hijos de San Luis de signo político tan
opuesto -cabe decir simétrico- al de sus precursores. Cuenta Thomas que
consultado el attaché militar francés en Barcelona, un coronel
monárquico y derechista a mayor abundamiento, no pudo dejar pasar la
oportunidad para largar su frase histórica: "Monsieur le président du
Conseil, je n'ai qu'un mot a vous dire: un roi de France ferait la
guerre". Pero la cautelosa voz de la diplomacia, con la vista puesta en
las complicaciones de todo orden que podía traer consigo semejante
intervención, no podía secundar tan patriótico consejo. Alexis Léger, el
timorato secretario general del Quai d'Orsay (el mismo olímpico y bien peinado
poeta St. John Perse, premio Nobel de Literatura gracias en parte a su
desapasionada amistad con el secretario general de las Naciones Unidas, Dag
Hammarskjöld), señaló sin titubeos que la intervención francesa sería
considerada un casus belli por Roma y Berlín, en tanto Londres
se apartaría decididamente de la política de Blum. La intervención,
naturalmente, se frustró pero cabe añadir a la vista de los acontecimientos
posteriores (no hay que olvidar que entonces no se había alcanzado el acuerdo
de Múnich ni, por supuesto, se había firmado el pacto de no agresión
germano-soviético) que si tal casus belli hubiera
arrastrado a las potencias involucradas a sus últimas consecuencias, habría
sido la menor de las desgracias para España, para Europa y para todos los pueblos
envueltos luego en la II Guerra Mundial. Ciertamente, el alcance de visión no
era lo que distinguía al poeta de la moderna Anábasis.
No resulta nada temerario afirmar, una
vez más, que la pusilánime neutralidad dictada por el Comité de No Intervención
en la guerra de España y la política deappeasement que culminaría
en Múnich, fueron las credenciales que Hitler y Mussolini necesitaban para
lanzarse a la guerra. La Europa de hoy no tiene que encararse a las amenazas de
semejantes monstruos y sin embargo tampoco se decide a intervenir en
Bosnia-Herzegovina por buen número de razones que, sin ser ninguna convincente,
entre todas dibujan un paisaje lo bastante borroso como para paralizar la
posible acción: una guerra en Bosnia-Herzegovina, contra el formidable ejército
serbio, no sería breve ni incruenta; bien podría prolongarse en una
interminable campaña de guerrillas de imprevisibles consecuencias, en un
territorio abrupto y difícilmente dominable; no existe una estricta razón de
justicia, pues todos los combatientes ejercen la violencia; las fronteras entre
las partes en conflicto están entreveradas y los numerosos bandos se definen
mediante tan numerosas variables -étnicas, religiosas, culturales, económicas,
lingüísticas e ideológicas- que ningún experto puede determinar a
priori cuál sería la agenda de una conferencia de paz; y, por último,
pero no lo menor, está el prohibitivo coste de la operación, que nadie parece
dispuesto a sufragar. En resumidas cuentas, y partiendo de una resolución de
las Naciones Unidas poco menos que calcada de la que permitió la guerra del
Golfo, cabe decir que lo único de peso es que Belgrado no cuenta en el precio
del crudo y en Bosnia-Herzegovina no está en juego un solo barril de petróleo.
Los intereses económicos de Europa no pasan por Sarajevo y todo quedaría en
orden si se pudiera lavar la cara de la tan cacareada unidad europea con el
empleo de unos cuantos cascos azules (en régimen de fregonas)
y el envío periódico de ayuda humanitaria. Así que Europa, una Europa unida y
no dividida entre fascistas y demócratas, respirará con alivio con cada nueva
declaración de intenciones y con la noticia de la llegada de un convoy de
víveres a una ciudad sitiada.
Para semejante viaje no se necesitan
alforjas y menos el breve de las Naciones Unidas. Por supuesto que sobran las
Naciones Unidas tanto como la Asociación para el Fomento de la Palabra Culta,
pongo por caso. También la ayuda humanitaria llegó a Barcelona y Valencia y el
conflicto español se resolvió como querían que se resolviese quienes lo
iniciaron. Basta ese precedente para creer que -pese al bloqueo, las
declaraciones conjuntas, las sanciones y la ayuda humanitaria- los serbios
resolverán el conflicto de Bosnia-Herzegovina a su manera y con la ayuda del
tiempo, si no hay intervención extranjera.
Luego el tiempo lo curará todo y tal vez
un día un partido bosnio, sin excesivo rencor, se anuncie en un periódico de
Nueva York para pedir respeto y reconocimiento a los caracteres nacionales de
su tierra. Nunca me han gustado mucho esos grandes proverbios, como el que
invoca Will, y siempre he pensado que son tan certeros como sus opuestos.
También el tiempo lo enferma todo, es el primer agente de toda enfermedad. En
la cuenta de Will sólo entra la guerra: sus costes, las posibles bajas de
los marines, las muertes, daños y sufrimientos de la población
civil, la carencia de un beneficio final que justifique el sacrificio, son
factores que inducen a pensar que la intervención militar no es recomendable.
Incluso deja entrever que superada la crisis actual, se restablecerá la salud
por sí sola, como en Cataluña. En su balance no cuentan, por supuesto, los casi
cuarenta años de posguerra que un país, aislado por un bloqueo implacable, tuvo
que pagar con sus propios recursos por no haber sabido o podido atraer la
inversión bélica extranjera. No cuenta la excomunión de decenas de millones de
personas de los beneficios de la presunta comunidad europea. Tampoco cuenta,
parece innecesario decirlo, la remisión de esa pretendida unidad a las calendas
griegas. La comunidad europea con razón se apellida económica, no viendo
amenazados sus intereses en Sarajevo no tiene por qué extenderse hasta allí.