Juan Goytisolo
(El País, 25 de noviembre de 2014)
Uno. La relación entre poesía y novela parte de un hecho diferencial: mientras
la segunda no cabe en el ámbito estricto de la primera, la poesía a la inversa
sí. La prosa de aquella puede asumir un ritmo poético si el autor dispone de un
oído musical abierto a los diferentes registros del habla e invita a una
lectura en voz alta. Desde la cadencia y el uso de símiles que hallamos en Faulkner
a la concepción de la obra total como un vasto poema conforme al modelo de La
muerte de Virgilio de Broch el abanico de posibilidades es infinito.
Releyendo recientemente Bajo el volcán de Malcom Lowry encontré imágenes
(“nubes como cisnes sombríos”) de belleza conmovedora. Al dar con la “súplica
muda de los alcornoques” evoqué el tronco descorchado rojizo de los que
contemplaba en los veraneos de mi niñez e imaginé al punto los del Parque
Natural de la Almoraima con su imploratorio ademán ante la crasa barbarie que
los amenaza: la devastación de aquel bello paraje ecológico en aras del
insaciable apetito inmobiliario que nos llevó a la maldita burbuja. Un hotel de
cinco estrellas con bungalows, piscinas y campos de golf destinados, a falta de
un hipotético comprador indígena, a algún honestísimo magnate ruso o a un jeque
golfante de los del Golfo.
Dos. Si, salvo raras excepciones, el relato anterior a Cervantes era como un
instrumento musical de una sola cuerda, nuestro primer escritor inventó otro en
el que diversos instrumentos se conjugan de forma armónica: el de esas
variaciones sinfónicas que se impondrían en la narrativa del siglo XIX. La
novela como sinfonía alcanzó su cumbre en dicha centuria. Ulises marca también
un punto de inflexión que pone fecha de caducidad a la reiteración de las
formas narrativas de Balzac y Galdós. Sin su novedad constitutiva la obra de
arte cesa de existir aunque el público lector, atento solo a la trama
argumental de la novela que tiene entre las manos, no se percate de ello.
Tres. Paul Valéry definía el poema como “una oscilación entre el sentido y el
sonido”. Tal formulación, aunque válida, es solo aproximativa en cuanto no
abarca la complejidad de los problemas que nos planteamos. ¿No sería mejor por
ejemplo hablar de conjunción de intensidad semántica y belleza musical? La
poesía, según la concebimos a partir de Baudelaire, comprende una gama de
registros distintos, pero excluye todo tipo de retórica y didactismo, por no
hablar de la facilidad ripiosa en la que tanto incurrieron nuestros románticos.
Es, por decirlo así, una poesía antilírica, centrada en un esfuerzo de
decantación. Dicho esfuerzo por partida doble —reducción del vocabulario y
ahondamiento de la relación sintáctica en el interior de éste (Kundera dixit)—
marca con su sello inconfundible la modernidad intemporal a la que aspira el
poeta: libre de toda ornamentación verbal, del jadeo cansino de quien estira el
verso para alcanzar la meta de cumplir ingenuamente consigo mismo o de
responder a la espera del público (tal fue el caso a veces de Victor Hugo y en
nuestra lengua del Neruda propagandístico).
Lo que nos dice San Juan puede ser interpretado de modos muy distintos sin
alterar por ello la unidad
Cuatro. Como esa flor que milagrosamente se abre paso entre el agrietado
alquitrán al borde de un sendero así la belleza del poema emerge con fuerza del
subsuelo que abriga lo clandestino. Es el murmullo que llega a nuestro oído en
medio del ruido mediático de lo inane y efímero. Trabajar con la palabra es
volver al arte humilde del calígrafo, a la época en la que el material
prefabricado no existía y el arte surgía con sencillez de las manos curtidas
del artesano.
El artista, ya sea músico, poeta o novelista que abandona el recurso a las
cláusulas del canon establecido y se exilia del mismo, busca como un zahorí la
radicalidad del origen, de lo increado que aguarda con paciencia el acto
virtual de la creación.
Cinco. “Lo que importa en un poema”, dice I. A. Richards citado por Eliot, “no
es nunca lo que dice sino lo que es”. La observación se ciñe escrupulosamente a
la verdad y vale tanto para Góngora como para San Juan de la Cruz. El argumento
de Las soledades (¿cabe hablar de él en la inabarcable creación gongorina?)
carece de relevancia. La obra es lo que es, una extraordinaria construcción
verbal entretejida de tensiones semánticas que el artífice ha elaborado con
enrevesada nitidez. Lo mismo se aplica al verbo alquitarado de San Juan: lo que
nos dice puede ser interpretado de modos muy distintos sin alterar por ello la
unidad y substancia de lo que es (la interpretación del autor en su prólogo a
Canto espiritual es una entre mil otras y en vez de aclarar su sentido lo
complica y extravía al lector y al otro posible destinatario del mismo: el
señor inquisidor).
Seis. Mientras redacto estas notas releo a Octavio Paz:
pocos escritores han señalado con tanta justeza y nitidez la urgencia de
introducir el pensamiento crítico del lenguaje en el ámbito de la creación
poética y novelesca e, inversamente, de una aconsejable dosis de imaginación en
el pensamiento crítico. Lo que en los medios de comunicación se vende por
crítica es una mera apreciación subjetiva, y a veces venal, carente en
cualquier caso del conocimiento interdisciplinario y de la sensibilidad indispensable
para captar el significado de la obra en el contexto de la evolución de los
géneros. Dicha seudocrítica mide a menudo la importancia de un libro por el
número de quienes lo adquieren obviando el hecho de que una cosa es la
innovación y otra muy distinta la visibilidad y apoteosis mediática. La mayor
parte de las obras que se imponen en el mercado pertenecen al “género de las ya
leídas antes de haber sido escritas”: simple reiteración, pura redundancia.
Pero vuelvo a Octavio Paz y a su reflexión luminosa en unos tiempos en los que
la mediocre cultura ambiental y la indigencia crítica reducen la vida literaria
a los avatares de una grotesca y pueril competición deportiva (Fulano de tal
“triunfa” en Fráncfort, Mengano bate récords de venta en su caseta-jaula del
zoo-Feria de Madrid, etcétera): “Prosa y poesía libran en el interior de la
novela una batalla, y esa batalla es la esencia de la novela: el triunfo de la
prosa convierte a la novela en documento psicológico, social o antropológico;
el de la poesía la transforma en poema. En ambos casos desaparece como novela.
Para ser, la novela tiene que ser al mismo tiempo prosa y poesía, sin ser
enteramente ni lo uno ni lo otro”.
Una cosa es en un libro la innovación y otra muy distinta la visibilidad y apoteosis
mediática
Siete. El lector de la gran poesía se adentra en un mundo que exige de él una
sensibilidad, rigor y experiencia que trascienden las coordenadas de la época y
del ámbito local. Los lectores apresurados de ella suelen errar y transmitir su
yerro a las generaciones sucesivas. Consulto, porque lo tengo a mano, Función
de la poesía y función de la crítica de T. S. Eliot traducido hace más de medio
siglo a nuestra lengua por Jaime Gil de Biedma: “La persona de experiencia
limitada está siempre dispuesta a dejarse engañar por la falsificación o el
artículo adulterado y así vemos generación tras generación de lectores bisoños
engañarse con lo ficticio y amañado de la propia época, prefiriéndolo incluso,
por ser más fácilmente asimilable, al producto genuino”.
La obra de San Juan de la Cruz y de Góngora, por citar dos ejemplos, no incidió
en la de nuestros poetas de los siguientes siglos y público y crítica se
extasiaron en cambio ante Espronceda (“un piano tocado con un solo dedo”, dijo
de él con humor Eugenio d’Ors) y aún ante Zorrilla (“una pianola”, añadiría
d’Ors, “y como el que se cansa pedaleando es él...”). Con todo, el verdadero
poeta obliga a regresar a la fuente de la que mana el verso. Leer poesía es
avezarse al arte del regreso, a la vuelta atrás. La verdadera poesía, como el
vino añejo, se decanta y mejora con el tiempo.
Ocho. “Considero el verso una cosa intermedia, un paso de la música a la prosa.
En la prosa hablamos libres. Podemos incluir ritmos musicales y, a pesar de
ello, pensar. Podemos incluir ritmos poéticos y, sin embargo, estar fuera de
ellos. Un ritmo ocasional de verso no estorba a la prosa; un ritmo ocasional de
prosa hace tropezar al verso” (Fernando Pessoa, Libro del desasosiego,
traducción de Ángel Crespo).
Juan Goytisolo
(El País, 26 de octubre de 2014)
Uno. Cuando preparaba los guiones de la serie televisiva Alquibla sobre la
sociedad, cultura y artes del mundo islámico, destinada a romper los clichés
sobre el mismo y mostrar su enriquecedora variedad en el marco de un saber
ecuménico, incluí uno sobre la preceptiva peregrinación a La Meca y Medina en
la línea de lo narrado primero por Ibn Battuta y luego por Alí Bey y Richard
Burton. Contaba para ello con un material valioso: el testimonio escrito de los
moriscos que viajaban secretamente a los lugares santos del islam a lo largo
del siglo XVI. La descripción ingenua pero precisa de los ritos de lo que
denominaban romeaje o alhache del Mancebo de Arévalo y del anónimo autor de las
Coplas de Puey Monzón exponía a la luz la problemática oculta de una comunidad
oprimida que no buscaba como en el caso del paisano manchego de Sancho Panza la
libertad de conciencia sino el retorno a las fuentes de su fe. Redacté así un
texto basado en el relato de esos peregrinos y antes de iniciar mis gestiones
con las autoridades saudíes se lo confié al presidente del Consejo Europeo de
Mezquitas, a quien conocía a través de amigos comunes, para obtener su visto
bueno y verificar que no se distanciaba de la exactitud que exigía el tema. El
interesado me dio la luz verde y tuvo la amabilidad de acompañarme a la
Embajada del reino saudí en Madrid, en donde presenté el escrito que servía de
base al futuro guion al agregado cultural de aquella.
Sabía que por el hecho de no ser musulmán mi acceso a las ciudades santas
planteaba problemas, y en razón de ello propuse filmar el episodio con un
equipo de musulmanes españoles que viajarían conmigo y me asesorarían a lo
largo del rodaje. El diplomático me acogió cordialmente y dijo que transmitiría
mi proyecto a las autoridades que debían decidir sobre él. Quedó en contactarme
antes de 15 días pero el plazo terminó sin noticia alguna, y en una nueva
conversación, tras asegurarme que no dudaba de mis buenos propósitos, me
sugirió que colaborara con un equipo saudí. Acepté la idea para salvar el filme
pero pasaron los días y ese silencio administrativo —el de dar largas al
asunto— me convenció de la inutilidad del empeño. Renuncié pues al episodio no
sin expresar antes a quienes habían leído mi texto que estos exquisitos
escrúpulos sobre mi presencia en los lugares santos no se habían manifestado 10
años antes, cuando en 1979 las autoridades de Riad reclamaron la intervención
de centenares de gendarmes franceses, obviamente no musulmanes, para aplastar a
sangre y fuego la rebelión de los peregrinos chiíes en el mismísimo Bayt al
Haram. El lance se saldó con numerosísimas víctimas y puso de relieve las
contradicciones que minan la credibilidad de un poder que se erige en referente
religioso de más de 1.300 millones de fieles en cuanto guardián de los lugares
santos.
Dos. La escuela jurídico-doctrinal hanbalí —la más estricta de las cuatro
juzgadas ortodoxas por los suníes—, revigorizada más tarde por la doctrina de
Ibn Taimiya, fue la fuente en la que se embebió siglos más tarde el teólogo Abd
al-Wahhab, cuyas ideas inspiraron a su vez a Ibn Saúd, ancestro de la actual
dinastía, lo que más tarde se denominaría el wahabismo, fundado en la
solidaridad religioso-tribal tan bien analizada por Ibn Jaldún. El rigorismo
extremo de Abd al-Wahhab y de las tribus que se adueñaron de La Meca y Medina
50 años antes de la llegada a los lugares santos de nuestro compatriota Alí Bey
suscitó en este unas reflexiones que deben ser analizadas a la luz de lo que
ocurrió después. Sus ideales religiosos y sociales, dice en síntesis,
encontrarán un grave obstáculo a su difusión en las ciudades y regiones
musulmanas más avanzadas a causa de la extrema rigidez de sus principios,
incompatibles con las costumbres de las naciones que disfrutaban de los
adelantos de la civilización, “de manera que si los wahabíes no ceden un poco
en la severidad de estos principios me parece imposible que su doctrina pueda
propagarse a otros países más allá del desierto”.
Lo que no podía prever Domingo Badía, tal era el nombre auténtico de Alí Bey,
era que el descubrimiento del petróleo en los años veinte del pasado siglo
procuraría al reino de Arabia Saudí unos fabulosos recursos económicos que
extenderían su influencia a todos los ámbitos del orbe musulmán. Como escribe
Luz Gómez García en su excelente Diccionario de islam e islamismo, “el
proselitismo saudí ha dado lugar a la fundación y financiación de una extensa
red de establecimientos educativos y culturales de inspiración wahabí por todo
el mundo, vehículo de la reislamización social de amplias capas desislamizadas
o islamizadas en sentido contrario al suyo”.
Las ideas de Abd al-Wahhab inspiraron lo que más tarde se denominaría el
wahabismo
Centenares de mezquitas, madrasas y fundaciones piadosas con su personal
cuidadosamente encuadrado proliferan ahora tanto en los países musulmanes como
en Europa y son una almáciga de salafistas que sirven de caldo de cultivo al
extremismo religioso que ensangrienta vastas regiones de Dar al Islam. Las
prédicas inflamadas de los imames que ocupan los espacios televisivos de muchos
canales del Golfo contribuyen a ello y no son objeto de censura en la medida en
que no cuestionan el orden jurídico-religioso del reino de los Ibn Saúd.
Tres. Las relaciones conflictivas de las monarquías petroleras y los diferentes
movimientos de inspiración salafista a lo largo del último medio siglo han sido
objeto de numerosos análisis por los arabistas y estudiosos en la materia. Para
ceñirme a mi experiencia argelina no está de más recordar que el desastroso
programa de arabización de Bumedián y la importación de centenares de
profesores formados en Arabia Saudí fueron una de las razones determinantes del
auge islamista que cuajó en el Frente Islámico de Salvación, cuya victoria en
la primera vuelta de las elecciones legislativas de diciembre de 1991 provocó
la suspensión de estas y el encarcelamiento de la cúpula del FIS, causa a su
vez de la sangrienta guerra civil de la década de los noventa que se cobró más
de 130.000 víctimas. Sobrepasado por el giro de los acontecimientos, Riad
anatematizó la deriva extremista del Grupo Islámico Armado como lo haría 20
años más tarde —tras el triunfo de los Hermanos Musulmanes en los comicios
egipcios y su aplicación de unos planes vistos con sospecha por los guardianes
del orden jurídico-religioso del reino— con la hermandad creada por Hasan
al-Banna, tildada de terrorista a raíz del golpe militar del mariscal Al Sisi.
En ambos casos, las criaturas engendradas por el rigorismo doctrinal saudí lo
forzaron a tomar posición frente a ellas en un difícil ejercicio de equilibrio
entre su doctrina e intereses estratégicos.
Como un aprendiz de brujo, el reino de los Ibn Saúd afronta hoy el desafío de
la proclamación del califato islámico por las huestes de un salafismo radical
llevado a sus últimas consecuencias y en cuyas filas, como en Al Qaeda, figuran
numerosos combatientes de la Península arábiga. Pese a ser la referencia
religiosa del islam suní, Riad, aunque sin agregar sus tropas al Ejército
iraquí y peshmergas kurdos que frenan su ofensiva, forma parte de la coalición
occidental que lo combate. En otras palabras, aplaude por un lado la campaña
militar de los “cruzados”, como lo acusan las redes sociales de la nebulosa
extremista, mientras suministra por otro sus armas a los grupos yihadistas que
luchan contra El Asad por la amenaza que representa el llamado “arco chií” en
su rivalidad estratégica y religiosa con Teherán por la supremacía espiritual
en el mundo islámico.
La sociedad saudí está descontenta por la rigidez religiosa y el injusto
reparto de la riqueza
No obstante, el férreo control del sistema, la sociedad saudí bulle hoy de un
descontento provocado por el rígido encuadre religioso y tribal y la injusta
distribución de la riqueza procedente del oro negro. El país es una olla de
presión en la que hierve una contestación que no se puede aplacar con los paños
fríos de las cautelosas reformas emprendidas por el actual monarca ni con la
improvisada asistencia social a la masa de los desfavorecidos.
Cuatro. Vuelvo al episodio de mi frustrado documental sobre la peregrinación
cuyo escrito incluí en mi libro De la Ceca a la Meca mientras hojeo las
estadísticas de la increíble tasa de analfabetismo en el mundo árabe y constato
la incapacidad de sus sistemas educativos para enfrentarse a los desafíos de la
modernidad más allá de las meras innovaciones tecnológicas. El dinero que se
derrocha hoy en gastos suntuarios y promoción de su imagen o marca no se destina
en ningún caso a colmar dicho vacío. El adoctrinamiento excluye totalmente el
rico legado literario y filosófico de los primeros siglos de la gran cultura
islámica bajo los omeyas, abasíes y en el Andalus.
Recuerdo que un tiempo después de mi fracaso recibí una invitación de Riad para
asistir allí a un coloquio sobre el diálogo intercultural. Pero en un país en
donde Ibn Rush (Averroes) está prohibido por ser racionalista, Ibn Arabi por
místico y Las mil y una noches por “licenciosa”, me dije para mis adentros, ¿de
qué clase de cultura estarían hablando?