Poemas de José Manuel Canallero Bonald
A Batallas De Amor,
Campo De Plumas
|
José Manuel Caballero Bonald |
Ningún vestigio tan inconsolable
como el que deja un cuerpo
entre las sábanas
y más
cuando la lasitud de la memoria
ocupa un espacio mayor
del que razonablemente le corresponde.
Linda el amanecer con la almohada
y algo jadea cerca, acaso un último
estertor adherido
a la carne, la otra vez adversaria
emanación del tedio estacionándose
entre los utensilios volubles
de la noche.
Despierta, ya es de día, mira
los restos del naufragio
bruscamente esparcidos
en la vidriosa linde del insomnio.
Sólo es un pacto a veces, una tregua
ungida de sudor, la extenuante
reconstrucción del sitio
donde estuvo asediado el taciturno
material del deseo.
Rastros
hostiles reptan entre un cúmulo
de trofeos y escorias, amortiguan
la inerme acometida de los
cuerpos.
A batallas de amor campo de plumas.
Ambigüedad Del Género
Estacionada en un recodo impávido
de la penumbra, lo primero
que hizo fue fruncir su boca
violácea, de entreabiertos resquicios
húmedos, y después sus ojos,
y después
sus ojos, un gran círculo
de verde prenatal, un excitante
fulgor de azogue desguazando
la negrura común.
Lenta o tal vez sumariamente inmóvil,
con el falso recelo
de quien fuera educada
en la molicie glandular
de los andróginos, sólo rompía
el ritmo de su cuerpo algún fugaz
movimiento retráctil del pubis,
no defensivo sino irresoluto,
y ya
llegó a la altura de los porches
y allí se desnudó con neutra
imverecundia, exhibiendo por zonas
la intrincada armonía
de un cuerpo circunscrito en su
contrario.
A Tu Cuerpo
Anterior a tu cuerpo es esta historia
que hemos vivido juntos
en la noche inconsciente.
Tercas simulaciones desocupan
el espacio en que a tientas nos
buscamos,
dejan en las proximidades
de la luz un barrunto
de sombras de preguntas nunca
hechas.
En vano recorremos
la distancia que queda entre las
últimas
sospechas de estar solos,
ya convictos acaso de esa interina
realidad que avala siempre
el trámite del sueño.
Barranquilla La Nuit
Cuerpo inclemente, circundado
por un vaho de frutas, desguazándose
en la tórrida herrumbre
portuaria,
¿no eran
los labios como orquídeas
mojadas de guarapo, no tenían
los ojos mandamientos de cocuyos
y allí se enmarañaban
la excitación y la indolencia?
Mórbida efigie de esmeralda
y musgo, entrechocan sus pechos
entre la mayestática cochambre
de la noche.
Desnuda
antes que alerta y disponible,
desnuda nada más, desmemoriada
sobre un cuero de res, el vientre
húmedo de salitre y en el cuello
el amuleto pendular de un dado
cuyo rigor jamás aboliría
los tercos mestizajes del azar.
Rauda la carne y prieta
como un sesgo de iguana, surca
los fosos coloniales, deposita
en las inmediaciones del marasmo
una aromática cadencia
a maraca y sudor y marigüana,
mientras cumple el amor su ciclo
de putrefacta lozanía
en el nocturno ritual del trópico.
Desde Donde Me Ciego De Vivir
Era una blanda emanación, casi
una terca oquedad de ternura,
un tibio vaho humedecido
con no sé qué tentáculos.
Abrí
los ojos, vi de cerca el peligro.
¡No, no te acerques, adorable
inmundicia, no podría vivir!
Pero se apresuraba hacia mi infancia,
me tendía su furia entre los lienzos
de la noche enemiga. Y escuché
la señal, cegué mi vida junta,
anduve a tientas hasta el cuerpo
temible y deseado.
Madre
mía, ¿me oyes, me has oído
caer, has visto mi triunfante
rendición, tú me perdonas?
La mano
balbucía allí dentro, rebuscaba
entre las telas jadeantes, iba
desprendiendo el delirio, calcinando
la desnuda razón.
Agrio desván
limítrofe, gimientes muebles
lapidarios bajo
el candor malévolo
del miedo, ¿qué hacer si la memoria
se saciaba allí mismo, si no había
otra locura más para vivir?
Dulce
naufragio, dulce naufragio,
nupcial ponzoña pura del amor,
crédulo azar maldito, ¿dónde
me hundo, dónde
me salvo desde aquella noche?
Desencuentro
Esquiva como la noche,
como la mano que te entorpecía,
como la trémula succión
insuficiente de la carne;
esquiva y veloz como la hoja
ensangrentada de un cuchillo,
como los filos de la nieve, como el
esperma
que decora el embozo de las
sábanas,
como la congoja de un niño
que se esconde para llorar.
Tratas de no saber y sabes
que ya está todo maniatado,
allí
donde pernocta el irascible
lastre del desamor, sombra
partida por olvidos, desdenes,
llave que ya no abre ningún sueño:
La ausencia se aproxima
en sentido contrario al de la espera.
Fragmentos
narrativos
Ágata, ojo de gato
J.M. Caballero Bonald
|
Otra imagen de J.M. Caballero Bonald |
(fragmento)
Llegaron desde más allá de los últimos montes y levantaron una hornachuela de
brezo y arcilla en la ciénaga medio desecada por la sedimentación de los
arrastres fluviales. Jamás entendió nadie por qué inconcebibles razones bajaron
aquellos dos errabundos —o extraviados— colonos desde sus nativas costas
normandas hasta unos paulares ribereños donde, si lograban escapar del
paludismo o la pestilencia, sólo iban a poder malvivir de la difícil caza del
gamo en el breñal o de la venenosa pesca del congrio en los caños pútridos. El
caserío más próximo caía al otro lado de lo que fue laguna (y ya marisma) de
Argónida, y era de gentes que acudían por temporadas al sanguinario arrimo de
los mimbrales, mientras que más al sur, hacia los contrarios rumbos del delta primitivo,
bullía la secta de las almadrabas, el mundo suntuoso y enigmático al que sólo
se podía ingresar a través de navegaciones fraudulentas o pactos ilegítimos con
los patrones de los atuneros.
Nadie supo de los normandos ni los vio bregar por la marisma hasta bastante
después de su insólita llegada. Debieron de luchar a brazo partido contra la
salvaje tiranía de los médanos y la bronca resistencia del terreno a dejarse
engendrar. Una costra salina, compacta y tapizada de líquenes, que rompía en
formas concoideas de pedernal al ser golpeada por el azadón, les fue metiendo
en las entrañas como una progresiva réplica a aquella misma reciedumbre y a
aquella misma crueldad. Con asnos cimarrones cazados a lazo y domesticados por
hambre, fueron acumulando guano y tierra de aluvión sobre la marga que ya
habían conseguido sacar a flote entre las brechas del salitre. No sembraron
cereales ni legumbres ni plantas solanáceas (cuya cohabitación con el
esquilmado subsuelo tampoco habría sido posible), sino momificadas simientes de
hierbas salutíferas que habían traído con ellos, conservadas en viejos pomos de
botica y como única hereditaria manda, desde sus bancales nórdicos. Arropadas
en mantillo y recosidas con hilachas de agave, aquellas venerandas semillas de
ajenjo y ruibarbo, sardonia y camomila, lúpulo y salicaria, germinaron muy
luego en la extensión baldía y provisoriamente hurtada a la mordedura del
nitro, contraviniendo por vez primera el código de una erosión iniciada desde
que el río perdiera uno de sus prehistóricos brazos para ir soldando la isla
oriental de la desembocadura con los arenales limítrofes. Nunca llegó a
sospecharse, sin embargo, la finalidad o el presunto beneficio de aquellas
delirantes plantaciones, vigiladas hasta el agotamiento durante meses y cuyas
iniciales y precarias cosechas revertieron en su totalidad al semillero
destinado a una gradual ampliación de los yerbazales.
Ya debía de haber muerto en la empresa —envenenado por su propia saliva o
apestado de fiebres cuartanas— uno de los normandos, cuando el otro, el único
del que se conserva fidedigna memoria (y el único que cruzó su vieja sangre
norteña con la ya renovada de las pescadoras moriscas del estuario), cavando
una noche de los idus de octubre en unas corredizas dunas, sintió de pronto
como una insoportable calambrina al rebotar la laya contra algo duro y al
parecer magnético. Mientras se restregaba el hormiguero del brazo, tuvo la vaga
certeza de que por allí abajo debía de existir una yeta de calamita, no
comprobada entonces por ninguna especial sabiduría mineralógica, sino
presentida con una atenazan-te seguridad que lo impulsó a escarbar
frenéticamente en la arenisca, ya la luna saliendo de lo hondo y la brama de
los cérvidos oyéndose en la breña. Hasta que descubrió al fin una laja
evidentemente labrada por mano de hombre y luego otra y otra más, y cuando ya
clareaban los repliegues del páramo, vino a darse cuenta de que lo que había
desenterrado era el tramo curvo de una vieja calzada. Pero no se amilanó por
ello el normando; impelido por una especie de espectral desasosiego, buscó
momentáneo alivio a su calentura con una irrazonable actividad: se apresuró a
llevar una y otra vez brazadas de helecho a dos venados caídos días antes en la
trampa natural de la ciénaga, y clavó un cerco de estacas junto a la zanja
recién abierta por si la arena volvía a cubrirla, y se internó por la junquera
en busca de camaleones, los mismos que confundía con basiliscos y hacía
reventar sobre una estameña empapada en zumo de moras.
A la amanecida, aún sin dormir y sin sueño, excavó más largo y la calzada era
como de cuatro varas de latitud y, según la inclinación de las lajas, allí
mismo torcía hacia el norte, viniendo (como al parecer venia) del oeste, o al
revés. De modo que lo primero que se le ocurrió fue trazar mentalmente la
supuesta trayectoria de aquel sepultado camino, eligiendo para sus iniciales y
nada precisas maniobras el rumbo occidental (que no era, por supuesto, el que
trajeran un día los dos erráticos buscadores de nada), ya olvidado de sus
plantaciones e inconscientemente esclavizado por el obsesivo rastreo del
terminal —o del punto de arranque— de la calzada.
Pasados que hubieron cuatro meses desde que iniciara las subterráneas
pesquisas, lejos como estaba el normando aquel luciente día del chozo, vio
entrar dos faluchos por la bocana del caño Cleofás, tal vez con la ruta de
cabotaje confundida o aventurados por aquellas palúdicas aguas en temerarias
intentonas de pesca de bajura. Tardó algún tiempo en comprender que no se
trataba de ninguna de las fementidas imágenes estampadas de pronto en el
caliginoso hondón de la marisma (que tantas veces lo embargaran de terror o lo
hicieran sospechar que empezaban a estancársele los humores de la cabeza), pero
salió simultáneamente de dudas y ensoñaciones cuando llegó hasta él, conducida
por los densos orificios de la salinidad, una ininteligible jerga, marinera y
gutural como el griterío de las grullas. Fue arrimándose sin ser notado hasta
los vientos de la orilla, hurtando detrás de los juncos un cuerpo ya camuflado
por una especie de mimetismo con la mohosa impregnación de la tierra, y
distinguió a los tripulantes de uno de los faluchos aclarando el aparejo, y a
los del otro, ya arriadas las velas, bogando en un bote hacia los bajíos de
Matafalúa.
Vigiló durante horas sin comprender qué decían ni en qué se afanaban. Dos
hombres harapientos recogían en unas espuertas lo que debía de ser sal mezclada
con cieno de un lucio desaguado, transportándola con atropelladas prisas a
bordo. Y en eso estaban cuando el normando distinguió la figura de una mujer
que revolvía entre unas cuarterolas estibadas a popa del velero. Con la
virilidad entumecida durante años, o tal vez durante toda su indescifrable
vida, el solitario se sintió absorbido de pronto por el vórtice de una turbia
rotación de delirios que le circuló vertiginosamente por la sangre y se le
incrustó en las ingles y allí le violentó las desvencijadas compuertas del
sexo. Arrastrándose por el pestilente lodo, restregándolo y lamiéndolo, una
mano vibrando entre los muslos, le adelantó a la hembra sobre los entrevistos
pechos y el combado vientre su boca jadeante y su envilecido cuerpo de animal
celibatario. Tumbado de bruces, mojado de limo y esperma, su propio orgasmo le
alimentó la combustión de un ansia que sólo podría ya extinguirse, no
coincidiendo periódicamente con el celo de la fauna vecina, sino por medio de
un inaplazable ayuntamiento con mujer.
El normando vio a los faluchos enfilar la bocana como si de repente se le
viniera encima la todavía informe presunción —ya que no la evidencia— de que
todo cuanto había vivido hasta entonces no era más que una disparatada
aglomeración de calamidades. Peleó enconadamente contra sus propios atavismos
antes de decidirse a dar una tregua a las exploraciones en la calzada, siendo
así como, al cabo de unos incalculables años de supervivencia, abandonó por
primera vez sus pagos marismeños y subió por el caño Cleofás arriba hasta la
hoya de Malcorta.
Su aspecto, a poca atención que se le prestara, debía de favorecer directamente
la sorpresa o el espanto o, cuando menos, alguna sobresaltada conmiseración.
Estaba ya bien entrado el verano y las mimbreras habían sido taladas poco
antes, de manera que se encontró con el caserío medio despoblado. Merodeó como
un fugitivo por las vacías callejas, arrimado a las paredes de mampuesto y
procurando ocultarse de cualquier presunta acechanza, hasta que el hambre y la
fatiga lo empujaron bajo un sombrajo donde dos hombres bebían mosto y pidió de
comer por señas y le dieron mosto y cazón guisado sin quitarle los estupefactos
ojos de encima. Ni entendió lo que hablaban ni pudo explicar que venia de los
caños bajos en busca de mujer. Le hicieron la recelosa caridad de un viejo
blusón de dril, que sustituyó por su ya andrajosa zamarra de vellocino, y se
volvió para sus pertenencias con la misma sofocante soledad con que había
llegado, mientras veía revolar una y otra vez por los vértices de la tarde al
pájaro de mal agüero.
Cuatro días permaneció el normando en la hornachuela como rendido a un malsano
letargo, del que apenas salió alguna vez para trepar a unas dunas o asomarse
sin vista a la ya extensa cavidad abierta sobre la calzada. ¿Le llegó luego el
olor a hembra por un súbito trastorno de la última pleamar del verano, lo venteó
desde allí según el distante rumbo de Zapalejos y gracias a la inhumana
desmesura de su olfato perruno? El caso fue que aquella misma madrugada se puso
en camino, siguiendo instintivamente el sumergido litoral del lago de Argónida,
y a la otra noche columbró la costa que aún seguía llamándose de los Moriscos.
Si no hubiese sido por la virulenta fulguración de los ojos o por la rubiasca
pelambre leonina, su paso por aquel bullicioso centro de pesquerías (en
constante trasiego con los jabegotes del otro lado de la ensenada) no habría
suscitado siquiera una disimulada curiosidad. Atravesó las casuchas con la
misma furtiva alarma con que cruzara días antes la desolación de Malcorta;
comió la cecina de jabalí y chupó la arcilla de magnesia que llevaba en el
morral junto al sacrosanto ramito de muérdago, y durmió su primer propiciatorio
sueño de Zapalejos alebrado contra el tabique de una zahúrda. Cuando despertó
con el alba, se alargó sin más hasta el embarcadero, orientándose por la
hedentina de los despojos de pescado y confiándose al natural vaciado del
terreno hacia la depresión de la cala.
Ya habían salido las barcas al curricán y, a medida que el normando dejaba
correr el tiempo entre caminatas por la playa y ojeos por los malecones, empezó
a sentir como un gradual aflojamiento de las tenazas que habían venido
hurgándole en las reservas de la lujuria. Algo rebullía dentro de él que
desplazaba tantas martirizantes acometidas del sexo como había soportado desde
que viera a la mujer en la popa del falucho. Una insinuante propuesta dc
comunicación parecía ponerle cerco a su inconmensurable soledad y presintió, en
un inesperado relampagueo imaginativo, que iba a ingresar entonces en un mundo
que de alguna incongruente manera (y acaso desde la dispersión de su casta de
pescadores del Canal enrolados en navíos filibusteros) le había sido
despiadadamente proscrito. Lo que muchos años después sería reconsiderado como
lo que realmente era, como un fortuito sucedáneo de la fatalidad, ya suscitó
entonces en el normando la vaga conjetura de que algo no muy distinto a una
estafa le había sido suministrado en forma de diabólicos goteos de
obnubilación. Y fue así como lo asaltó la necesidad de quedarse en Zapalejos un
tiempo todavía indeterminado, aun sin pretender abandonar ni por asomo sus
exploraciones en la calzada, no buscando ciertamente una compensación de lo
irremediable sino un simple simulacro de alivio en la sórdida incapacidad para
la convivencia que lo perseguía. Y lo primero que hizo a estos fines fue vagar
con la oreja presta por el caserío aledaño, atento a algún atisbo de
conversación que pudiera resultarle familiar o que, al menos, lograra
proporcionarle una pista para hacerse entender.
Zapalejos crecía entonces al mismo abrupto compás que el volumen de transacciones
de la pesca del señorío, y gentes de muy diversa calaña y procedencia recalaban
a su abrigo por ver de sortear los asedios del hambre y la justicia. Sin
llegar, desde luego, a la multiforme población de las fronteras almadrabas,
pululaba por allí un creciente reflujo humano principalmente abastecido, a más
de por el inestable censo de indígenas, por una abigarrada tropa de inmigrantes
italianos y marroquíes. De modo que el normando, a poco de andar de merodeo por
los alrededores, vino a escuchar palabras no del todo irreconocibles, emitidas
por dos muchachos brunos y cenceños, suspicaces por igual, aunque no
exactamente despreciativos cuando mal que bien pudo ponerles en claro que venia
de la marisma alta y tenía el propósito de agenciarse algún apaño por aquellos
andurriales. Los dos muchachos, que resultaron ser prófugos de Mequínez, tras
husmear de cerca al normando y sacar la conclusión de que no era disfraz sino
connatural podredumbre lo que llevaba encima, lo condujeron a las cercanías del
pósito. Hablaron allí con un hombretón vociferante y ojizaino, de enormes
antebrazos tatuados, que no pareció darles mayor beligerancia, pero que terminó
brindándole al normando la oportunidad de que volviera a media tarde a echar
una mano en el acarreo de la pesca, cosa que efectivamente hizo, cumpliendo a
gusto y con provecho la soportable faena de desembarcar esportones de brecas y
pejesapos, chocos y japutas.
A la noche, enfangado hasta la cintura y en el irrespirable trajín de la lonja,
cobró el normando su primer dinero acuñado en España y obtuvo sin pedirlo que
lo apalabraran por más días, a tanto la unidad de carga, según pudo sacar en
limpio de lo poco que allí lo estaba. Si no necesariamente satisfecho, sí se
sintió ganado por una eventual racha de ufanía y, después de haber conseguido
plaza en uno de los barracones que hacían las veces de albergues, se aligeró de
mugres y se mercó —al precio de latrocinio estipulado por uno de los moriegos—
unas alpargatas de caucho sin estrenar y un calzón medianamente usado. Ya
tarde, tendido en la mugrienta litera, masticó una tira de cecina con la
todopoderosa gula del descanso triunfante, mientras se abría por la cóncava
negrura de la noche la grieta de un sueño distinto a los demás.
En apariencia todo fue bien hasta que, a las pocas jornadas de oficiar en los
vaivenes de la pesca, le sobrevino otra vez al normando el concomio del celo y,
casi aún más, la imantación que ejercía sobre él la inquietante memoria de la
calzada. Hembras había visto de todas las pintas y con muy vario grado de
alteraciones por su parte, pero lo que de veras empezaba a roerle nuevamente el
sosiego era el enigmático reclamo de aquella zanja abierta con tanto
desbarajuste de su propia vida y, a buen seguro, medio taponada ya por algún corrimiento
de arena. Tres días más aguantó mientras le crecía la zozobra y se extraviaba
frente a una irreconciliable pugna de llamamientos. ¿Decidió entonces hacer lo
que hizo, o fue después de efectuar una ansiosa escapada a la marisma, como si
se hubiese sentido repentinamente impulsado a comprobar la existencia (o la no
existencia) de algún maleficio, regresando a Zapalejos en situación de
remunerado y tomadas ya al parecer sus más decisivas y urgentes
determinaciones?
II
Tras una ausencia cuyo término coincidió con los primeros indicios migratorios
de las aves invernizas, volvió el normando a sus cotas marismeñas en compañía
de una adolescente más bien andrajosa, de edad de dieciséis años a lo sumo
(cuando ya él debía andar por los treinta y ocho), zafia y asustadiza, no
carente de cierta agresiva sazón corporal y de una especie de huraña hermosura
filtrándose por la cochambre, con cuyos menesterosos padres, deudos o pupileros
debió de cerrar el normando algún ignominioso trato.
Menguaba la luz sobre el chamizo cuando lo avistaron desde unos alcores, y el
normando, que durante todo el camino no había dado pruebas de ninguna
soliviantada virilidad (amordazado tal vez el deseo por la inminencia de su
cumplimiento), al llegar a laaltura de una heredad de la que se había
posesionado por fuero de ocupante, volvió a sentir rebrotar con lastimosa saña
el empellón de la lascivia. Pero quiso asomarse una vez más, sin embargo, al
talud de la calzada antes de conducir a su medrosa compañera a lo que iba a
empezar siendo cobijo de rudas y no consumadas bodas.
Ya de vuelta al chozo, arrimó los pocos enseres que habían traído de Zapalejos
junto al fogón y, sin decir nada que ella pudiese comprender, sin que mediara
ninguna previa tramitación de intimidades, sin violencias tampoco, tumbó a la
adolescente sobre el petate y, ya encima de ella, le hurgó entre las ropas con
tosca y vacilante mano. La muchacha parecía sumisa y como alobada. Se dejé
tocar y lamer la boca y el pecho con una resignada y tal vez habitual lasitud,
pero cuando el normando, ya cegado de sofocos, quiso separarle las piernas, la
muchacha se revolvió poseída de una supitaña ferocidad, y si bien ya había
acabado él renunciando a su presa en las estribaciones de una prematura
eyaculación, aún siguió ella forcejeando inútilmente y mugiendo como un animal
malherido.
No pudo pasarle por las mientes al normando averiguar si semejante repudio
correspondía a un defensivo automatismo frente a alguna remota (o no tan
remota) tentativa de estupro o a un congénito terror amoroso latente en sus
adentros moriscos. Con el tiempo, se limitó a habituarse a aquellos cotidianos
rechazos, de los que no salía envenenado del todo porque, al menos, podía
aquietar sus bríos en unas imposturas de posesión donde la obstinada coraza de
la virginidad tomaba a veces la forma de un antinatural impedimento, como si de
pronto deseara ella entregarse a una desesperada cópula y se viera
imposibilitada de realizarla con el sexo abrochado por el atroz anillo de la
infibulación.
En todo caso, la muchacha se mostró diligente y servicial y, mientras el
normando se afanaba de la mañana a la noche desenterrando lajas y procediendo a
esotéricas adivinaciones en las entrañas de las aves o según la orientación del
desove de los batracios, se preocupó ella con eficiente solicitud por sacarle
partido a su nueva y desatinada experiencia: adecentó y remendó el chamizo,
industrió trampas de liga para torcazas y orzuelos para nutrias, pescó en los
lucios con una jábega que formara parte de su ajuar y le fue traspasando a toda
aquella permuta de miserias (que no otra cosa fue su primera habitación de
concubina y doncella juntamente) como una rudimentaria seña de vitalidad. Por
las noches, cuando volvía el normando, si no taciturno sí exhausto y como transido,
la adolescente le sacaba de comer salazón o huevos de gallareta y le espiaba su
hermetismo ovillándose en un fardo de pieles sin adobar. Juntos como estaban en
aquel mutuo espacio de despego que ponía entre los dos la extrañeza de la
sangre, fueron haciéndose poco a poco compatibles y poco a poco fueron
ingeniándose un lenguaje híbrido para nombrar al menos las cosas más
perentorias.
En medio de la rutina de aquella convivencia, sostenida por las mismas
ceremonias sexuales y los mismos desconcertados trajines, vio el normando una
tarde a la muchacha acercándose a la linde del más reciente trecho de calzada
descubierto, sabiendo como sabia que nunca había mostrado ella la menor
curiosidad por presenciar una faena que no alcanzaba ni remotamente a explicarse.
Venía con un sigilo laborioso y ensimismado y nada le dijo ni le dio a entender
a su dueño, sino que se echó como una corza en un claro de la junquera y se
quedó mirándolo con una fijeza entre mansa y exasperada. El normando se acercó
a ver qué hacia allí, y ella desvió los ojos sin hablar cuando él advirtió que
llevaba puesta la saya que le comprara en Zapalejos. Tuvo entonces la efímera
certidumbre de que iba a quebrantarse al fin el conjuro de una frustración
incorporada como una quemadura a sus irredentas vidas, a partir de cuyo
cumplimiento se tejería también (con el paso de unos años que acabarían por
alterar la geografía y la historia de la marisma argonidense) el primer nudo de
una tupida red de incoherencias y fatalidades.
Y así aconteció efectivamente: en una minúscula fracción de tiempo, en menos de
lo que tardó en trasponer las crestas del breñal un escuadrón de garzas, la
húmeda arena engulló la poca sangre de la virgen, que se quedó extenuada sobre
la cama de juncos, las desnudas y mojadas piernas retraídas en una postura
fetal que tantas veces, y ya en vano, debió de protegerla de la inerme pesadi
lla de la violación. El normando la llevó al chozo no ayudándola, pero sí
transmitiéndole una muda suerte de remuneración que ella notaba voluptuosamente
adherida al vértice de los pechos y que de algún modo la hacía sentirse
confortada por los auspicios de su propia ofrenda. Ya en el chamizo, el
normando le colgó del cuello, ensartada a un hilo de pita, la piedra de
lincurio —la petrificada orina de gato cerval— que protegería a la desvirgada
de las acechanzas del maligno, y le dio a beber la infusión de verónica que
iría lubrificando los conductos por donde, llegado el caso, se trasvasaría a la
masa placentaria de la hembra lo más enterizo de su sangre.
Así que pasaron tres lunas quedó fecunda la muchacha, a medias favorable
acontecimiento que precedió en otras tres lunas al presumible hallazgo del
confín natural —o del sísmico derrumbe— de la calzada, ya en las lomas que
quedaban fuera del alcance de las mareas conducidas hasta los lucios por el
caño Cleofás. Estaba al caer la noche y el normando tuvo que prender una vareta
untada de bálsamo de azofeifo para no dar un traspiés por la ya tenebrosa
oquedad abierta tras las últimas lajas visibles. Caló con tiento las paredes
que casi rebasaban su altura y, a poco que anduvo hurgando, un leve
desprendimiento vino a descubrirle la boca medio taponada de un boquete todavía
impreciso, del que sacó la tierra floja que pudo, arrimando luego el hachón sin
lograr ver otra cosa que una especie de nicho circular excavado en un murete de
piedra.
Los retumbos del pecho no lo dejaron ir aquella noche más lejos en su
desatentada explotación, pero al día siguiente, con los primeros despuntes del
alba activando su insomnio, ya estaba otra vez allí escudriñando y extrayendo
las molidas valvas que alfombraban lo que resultó ser el arranque de un angosto
túnel. Y por allí se arrastró igual que un hurón, hasta que le falló el piso
bajo las manos y se puso a escarbar frenéticamente como si tuviera la
anticipada evidencia de que iba a encontrar, como en realidad encontró, un
asombroso rimero de preseas y utensilios de metales preciosos.
No supo entonces el normando (ni nunca llegaría a Saberlo a ciencia cierta) lo
que había descubierto después de tantas y tan visionarias esclavitudes, pero un
deslumbrante pasmo lo sobrecogió mientras reunía el grueso de las piezas en el
declive arenoso. Se quedó luego al borde de la oquedad, genuflexo y
estupefacto, medio imaginándose que había sido precisamente eso, no el presagio
de la calamita sino el hipnótico flujo del metal argonidense, quien lo mantuvo
maniatado desde que el golpe del azadón contra la primera losa de la calzada lo
retrotrajera al centro premonitorio del tesoro, aun sin haber tenido aviso de
su existencia ni a través del legendario conducto de sus belicosos antepasados
ni por medio de escrituras secretas, confidencias oníricas o artes
adivinatorias.
El normando volvió a enterrar los objetos en lugar distinto al del hallazgo
(sin relacionar en absoluto los emporcados destellos del oro con ninguna clase
de aojamiento), solapó lo mejor que pudo el nuevo escondrijo y se volvió para
el chozo con la congoja del sentenciado a una vigilia perpetua. Y allí se
encerró como huyendo de sus propias ofuscaciones o como si ya lo persiguieran,
que todavía no, los abominables endriagos que contagiaban la vesania a cuantos
interferían sus designios. A nadie informó, no obstante, de su descubrimiento,
ni siquiera a la desvalida preñada, la cual lo vio desde aquel punto y hora
languidecer y permanecer días enteros en una vegetativa inmovilidad, sólo
interrumpida por alguna súbita escapada a los rezumaderos de la breña, mientras
el vientre de ella se abultaba ante la manifiesta ignorancia de él y por toda
aquella tórrida paramera se iban acumulando anticipadamente los periódicos
arrasamientos de la sequía.
A las treinta y cuatro semanas mal contadas de haber sido engendrado, vino al
mundo, con el cordón umbilical uncido al bramante del lincurio y sin otra ayuda
que el desgarrador instinto de la parturienta, un varón de pelo de brea y ojos
verdirrojizos copiados del ágata de los de la madre, al que dieron el nombre de
Perico Chico y que, andando el tiempo, sería legalmente inscrito en el registro
del condado como Pedro Lambert Cipriani, hijo de Pedro o Pierre Lambert (de
incierto segundo apellido) y de Manuela Cipriani Lobatón (presunta bastarda de
calabrés y morisca), siendo así como se fundó de hecho el linaje que tantas y
tan indelebles marcas vendría a dejar en aquellas inhóspitas demarcaciones
marismeñas.