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29 mayo 2006

Al filo de los días - Esperando a Caronte

Este blog se actualizará los días
1 y 15 de cada mes.



Los telediarios, los programas llamados del corazón y hasta las tertulias televisivas de estilo indefinido y tertulianos aún más indefinibles, no hacen otra cosa que hablar sobre el estado crítico de determinada estrella de la canción, aquejada de una mortal e irreversible enfermedad. Se hacen todo tipo de comentarios y de conjeturas, incluso se lanza al aire, ante el estupor de unos, la incredulidad de otros y la creencia dolorida de algunos, de que el fallecimiento se ha producido hace horas, aunque se desmiente después tan agorera y terrible afirmación.

Los espectadores del rectángulo parpadeante asistimos atónitos al desfile de personajes y personajillos ávidos por dar las mejores y últimas noticias, arrebatándose unos a otros el siniestro privilegio de ser el portavoz del final anunciado, y secretamente deseado por las ganancias que conlleva la triste noticia, y la que le proporcionaría al primer vocero el ansiado, aunque dudoso, protagonismo; al igual que toda ave carroñera espera desde el altozano la culminación de la lenta agonía de su futura presa. Todo es cuestión de paciencia y tiempo, porque unos y otros saben que ya no hay escapatoria para el ser agonizante y doliente, a ratos, y en otros sumido en la más absoluta inconsciencia que le hace olvidar su propia agonía, su inminente fallecimiento que todos esperan y al que parecen conjurar vistiéndose de negro con anticipada previsión que le pondría los pelos de punta a la moribunda si pudiera darse cuenta de ello, y por eso esperan la culminación necesaria de un lento, agónico, y terrible proceso al que sólo puede culminar la muerte y sus siniestras labores.

Todos los que la velan, de cerca o a distancia, unos, los menos, unidos por el amor, sobre todo el hombre que ha sabido mantener la dignidad y la cordura en todo el circo que los rodea mientras mira, sumido en la impotencia y el dolor, el lento discurrir hacia la muerte de su compañera en vida; y otros, los más, por el interés mediático que la muerte suscita cuando viene a llevarse la vida de un famoso, lo que proporciona notoriedad a quienes rodean al moribundo, velándolo en la muerte, aunque no supieran o quisieron amarlo en vida.

Todos esos familiares, más o menos cercanos, como los amigos de dudosa confianza e intimidad, han obtenido su minuto de gloria gracias a la agonizante que libra su última batalla en la soledad que siempre proporciona el anuncio de la pronta visita de Tánato y que la deja aislada en una terrible soledad, bien por la inconsciencia en la que se halla, o por la secreta e íntima claudicación de la moribunda que en estos momentos mira al único paisaje que le es permitido y que sólo existe en esa dimensión, o tierra de nadie, que es el territorio ignoto entre la vida y la muerte

Antes o después, con una excusa u otra, todos han hablado, comentado, anunciado y reivindicado ser los auténticos conocedores de la verdadera gravedad de la moribunda que no habla, ni oye, ni ve, a no ser esa luz radiante que empieza a serle visible entre tantas tinieblas, tanto amor interesado, y tanta amistad fingida y ávida de notoriedad en la prensa, en la televisión o ante cualquier auditorio interesado en saber las últimas noticias de ese mito nacional que se debate entre la vida y la muerte. El único ser próximo a la enferma, en el sentimiento y la intimidad, es quien no ha pronunciado una sola palabra en los últimos días, quizá avergonzado del espectáculo en el que han convertido, propios y extraños, a la enfermedad y a la agonía de quien es su referente vital y, por ello,a la que ahora está más unido que nunca ante la proximidad de la muerte que es siempre la que dice la última palabra y, sabedor de ello, mantiene un silencio respetuoso y digno que le hace ser merecedor de todos los elogios.


Los periodistas, ávidos de cazar noticias al vuelo, no descansan ni de día ni de noche, esperando que en cualquier momento salga del interior de la casa alguien que sea el portavoz oficial de la familia para comunicar la triste noticia, pero no por eso menos esperada, del final de esa gran figura a la que todos dicen querer y de la que todos sacarán provecho, de una u otra forma, porque bien es sabido que la muerte de alguien famoso es siempre terreno abonado pora múltiples ganancias de dudosa procedencia ,y más aun, de dudosa ética

El corazón de la enferma, además de grande, es muy fuerte, según afirma su médico personal, y está presentando batalla sin dejarse amilanar por la señora de negro (o blanco, según las culturas) que espera a los pies de la cama, sabiendo que siempre, y sin excepción, es la ganadora final de todas las batallas. La moribunda también lo sabe con la lucidez absoluta que tienen los que están ya entrando en esa zona en la que todas las oscuridades desaparecen y sólo queda la infinita luz clarificadora que ilumina el camino de quien parte rumbo a la eternidad que le aguarda.

Mientras tanto, un hombre, a su lado, también muere en el silencio y el dolor sin palabras en el que todas están contenidas, porque sabe que la mujer que agoniza no sólo se llevara consigo su propia vida y su dolor como ofrenda, sino el sentido de la propia vida de él y de la de sus hijos que quedan doblemente huérfanos: de su madre y de la propia inocencia ya perdida, porque no hay mejor antídoto para ella que el dolor vivido tempranamente.

Mientras el guirigay mediático continúa en una demostración de preocupación y afecto, exigentes y ávidos de noticias, hacia quien sólo necesita y suplica en silencio y en su soledad moribunda que la dejen, si no vivir porque ya es demasiado tarde, sí morir tranquila, en la paz y el silencio que es el preámbulo necesario para que el tránsito definitivo hacia la otra orilla no sea el tributo a pagar por haber sido famoso en vida y, por ello, deba morir ante los focos, los aplausos y el exhibicionismo irrespetuoso de quienes hacen verdad ese dicho de que "quien bien te quiere te hará llorar", pero lo más sarcástico es que en este caso, como en otros muchos similares, el que llora es el moribundo y los que de verdad le quieren, pero no los que sólo explotan su enfermedad y su sufrimiento y que quedará patente en futuras exclusivas. En una parábola cínica, en esta ocasión como en tantas otras, el llanto es anterior al fallecimiento, para que así el muerto, cuando le llegue la hora final, haya llorado, con antelación a su entierro, de pena, de impotencia y, sobre todo, de asco.


Al barquero, Caronte, los muertos le tenían que pagar para que los llevara en su barca hasta la otra orilla. En la actualidad mediática, el muerto paga con su sufrimiento acosado, y con antelación, al fúnebre barquero y estaría dspuesto a que se lo llevara antes y lejos de tanto admirador preocupado, de tanto periodista con ansias informativas y de tanto pariente aprovechado. Aunque, no habría Caronte alguno capaz de librar a ninguno de sus famosos pasajeros de la persecución preocupada y vigilante de quienes, propios y extraños, revolotean alrededor del lecho del moribundo esperando la noticia fatal, la primicia o la herencia, porque seguro es que, en la otra orilla, lo estarían también aguardando los fotógrafos, los admiradores y los parientes acongojados, ya que no hay Caronte que valga que sea capaz de sortear a tanto pelmazo bienintencionado, a tanto profesional informante y desinformado o, simplemente, a tanto pariente friamente interesado.




Ana Alejandre



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Cuentisimos - A cielo raso



El hombre pliega despacioso los cartones, como si el tiempo fuera algo que estuviera al margen de su vida, tan marginal en otras muchas cosas. Después de plegarlos los amontona hasta que tienen una altura determinada y entonces, sacando un trozo de cuerda de un lugar ininteligible en aquel marasmo que es su remedo de chaqueta, los va atando cocienzuda y cuidadosamente. Ese bulto de cartones apilados y otros dos más van a ser el botín del día, el que le proporcione algunas monedas con las que comprar el cartón de leche, otro de vino y la barra de pan en la que pondrá un relleno indescifrable hecho de los trozos de fiambre que va encontrando, después de un examen minucioso cada noche en los cubos de basura del gran supermercado que, desde lejos, le guiña con sus parpadeos rítmicos de neón.

No tiene prisa alguna, porque el tiempo, ese bien tan escaso para los bien instalados, es lo único que le sobra, de lo único que se siente dueño y por eso puedo malgastarlo sentándose en cualquier banco a fumar una de las muchas colillas que encuentra, casi sin haber sido consumidas, en las aceras o en lo ceniceros de los vestíbulos de las dos sucursales de banco más cercanas. Se alegra que hayan prohibido fumar en los trabajos y por eso ahora los clientes y los trabajadores tienen que apagar el cigarrillo antes de entrar o salir al exterior a echar alguna que otra caladita, y dejan los cigarrillos a medio fumar con las prisas de entrar a gestionar sus asuntos, los unos, y volver al puesto de trabajo los otros. Sólo tiene que acercarse, después de que cierren la sucursal, y entrar en el vestíbulo donde están los cajeros automáticos y los ceniceros de acero inoxidable repletos de aquel bien tan preciado, para hacer su recolecta de aquellas innumerables colillas que a él le saben a gloria.; pero tenía que estar atento para recogerlas siempre antes de que llegasen las mujeres de la limpieza y las tirasen todas como la basura de las papeleras.

Termina de hacer sus tres bultos del día y los sube encima del carrito, añoso y descolorido, que una buena señora le regalo un día lleno de ropa usada. Tiene que llevar los cartones a donde se lo compran y después le espera la pesquisa entre los cubos del supermercado. Sólo cuando se sienta delante de su bocadillo y con el cartón de vino a su alcance, le parece que el mundo empieza a tener el sentido que debiera y en esos momentos sólo echa de menos a la Antonia, aquella buena mujer que le daba de comer y otras cosas, pero eso eran viejas historias y no debía pensar en ellas porque el carrito pesa demasiado y toda su atención tiene que ponerla en que no se le caiga su preciada carga.

Su silueta se recorta en el contraluz de sol y sombra cuando inicia su camino arrastrando tras de sí su única pertenencia y mientras camina renqueando, sopesa cuáles de esos cartones será el más indicado para utilizarlos de cama esa noche y que sustituyan a los de la noche pasada, cuando la lluvia intempestiva, propia de cualquier día de esta primavera, los mojó hasta empaparlos a los que le servían de lecho los días pasados. Decidió que los de la caja grande, la mayor de las que llevaba plegadas, eran los mejores de todos porque son de ese cartón acanalado, el más esponjoso y el que mejor aisla de la humedad y el frío. No importa que fueran los que le pagan mejor, porque un lujo es un lujo, y su comodidad valía más que esas monedas que le daban. Sí, decidido, se quedaría con los cartones acanalados y al dinero que perdiera por ello que le dieran morcilla. Ahora sólo tenía que dejarlos en su escondite, debajo de aquel puente medio derruido, y después llevaría el resto hasta donde se lo compraban, porque Pascual, el ropavejero y chamarilero que le compraba los cartones, empezaría a quejarse diciéndole que los que preferían eran los acanalado, los buenos, y esos ya tenían el destino mejor de servirle de cama porque él dormía a cielo raso y en esas nocturnidades lo menos que podía pedir era, si no un techo sobre su cabeza, sí un buen lecho de cartones que le aislaran de la humedad del suelo y de las ratas que siempre merodeaban a su .alrededor dándole miedo verlas tan cerca, aunque también tenía que reconocer que le daban un poco de compañía.

Cuando se alejaba con su carga bamboleante, su risita entrecortada y entre dientes fue lo único que quedó en el aire como el reguero burlón al paso de aquella silueta encorvada que se alejaba en busca de la satisfacción que se perfilaba en el horizonte dentro de un cartón de vino y un bocadillo inverosímil con contenido tan indescifrable como era la propia vida; pero, al menos, aquel sabía bien y alimentaba y ésta era como un laberinto en el que, una vez adentrado en ella, ya era difícil encontrar la salida. Por eso, era siempre preferible comer, beber y fumar y no pensar en otra cosa que no alimentaban y daban siempre dolor de cabeza y, en muchas noches de soledad entre cartones arrebujados y ratas huidizas, también le daban dolor en una parte muy honda, allí mismo donde sentía el tictac del único reloj que marcaba el curso de las horas y los días que llevaba viviendo y durmiendo a cielo raso.



Ana Alejandre

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Citas sobre la soledad


El hombre solitario es una bestia o un dios. (Aristóteles)

· Estoy solo y no hay nadie en el espejo. (Jorge Luís Borges)

· No es la soledad la que espanta, sino las voces que la pueblan. (Víctor Hugo)

· Amor, amor amor ¿por qué me has dejado solo? (James Joyce)

· En mi soledad he visto cosas muy claras/ que no son verdad. (Antonio Machado)

· La civilización ha convertido la soledad en uno de los bienes más delicados que el alma humana puede desear. (Gregorio Marañón)

· Nuestro gran tormento en la vida proviene de que estamos eternamente solos, y todos nuestros esfuerzos, todos nuestros actos sólo tienden a huir de esa soledad. (Guy de Maupassant)

· De ningún bien se goza en la posesión sin un compañero. (Séneca)

· Sólo en soledad se siente la sed de verdad. (María Zambrano)

· Lps monstruos devoran al hombre en soledad. (Charles Baudelaire)